Sexto piso, 2014. 180 páginas
Tit. Or. Bloody chamber. Trad. Jesús Gómez Gutiérrez.
Incluye los siguientes relatos:
La cámara sangrienta
El cortejo del señor León
La novia del tigre
El gato con botas
El rey de los trasgos
La niña de nieve
La dama de la casa del amor
El hombre lobo
La compañía de los lobos
Lobalicia
Que al principio me resultaron un poco decepcionantes, porque los tres primeros (versiones de barbazul y la bella y la bestia) pese a su lenguaje exquisito no me conmovieron ni un poquito. Pero a partir del gato con botas -excelente- la calidad aumenta y tenemos joyas breves y brutales como La niña de nieve o cualquiera de las últimas versiones de caperucita y el lobo que cierran el libro
Las ilustraciones de Alejandra Acosta, magníficas y el libro en general, también.
Al instante, me caló mis nuevas bolas sobre las elegantes cálcelas blancas en las que culminan mis patas traseras, y aquel joven, al observar con curiosidad el uso que yo le daba a su calzado, gritó: «¡Eh, minino! ¡Minino, ven aquí!».
—¡A vuestro servicio, señor!
—¡Sube al balcón, gatito!
Él se inclina en su camisa de dormir, ofreciendo ánimos mientras yo me balanceo sucintamente hacia arriba, por la fachada, las garras delanteras sobre los rizos de un querubín, las traseras en una corona de estuco hasta que las subo adonde están las delanteras y al mismo tiempo —¡hop!— planto la pata derecha en la teta de una ninfa de piedra y la izquierda un poco más abajo, en el trasero de un sátiro, que tendrá que servir. Guando se sabe hacer, no es para tanto; el rococó no es un problema. ¿Acrobacias? Nací para ellas. El minino puede ejecutar una voltereta de espaldas mientras sostiene en el aire una copa de vino con la zarpa derecha y no derramar ni una gota.
Pero, para mi vergüenza, el famoso triple salto mortal en pleno aire, es decir, en mitad del aire, es decir, sin apoyo y sin red de seguridad, era una pirueta que yo, el minino, no había intentado nunca; aun-que había practicado gallardamente el doble salto mortal, para aplauso de todos.
«Pareces un gato de muchas facetas», dijo el joven cuando llegué a su alféizar. Le dediqué una elegante genuflexión, ancas atrás, cola enhiesta, cabeza gacha, para facilitar la amistosa palmadita que me dio bajo la barbilla y, como involuntario regalo extra, le ofrecí mi habitual y natural sonrisa.
Porque todos los gatos tienen esa particularidad, y todos y cada uno, desde el más cascarrabias de los gatos callejeros hasta la gata más I>lanca y orgullosa que haya honrado el cojín de unpontíñce, tenemos nuestras sonrisas, por así decirlo, pintadas en la cara. Esas pequeñas, señoriales y serenas sonrisas de Mona Lisa que mostramos en cualquier caso, tanto si ha sido divertido como si no. Todos los gatos tenemos el porte de un político; sonreímos y sonreímos y, en consecuencia, todos piensan que somos unos villanos. Pero debo mencionar que ese joven también es un artista de la sonrisa.
Un sandwich—me ofrece—y, quizás, una copita de brandy.
Su alojamiento es humilde, aunque él es bastante apuesto e in cluso deshabillé, con gorro de dormir y lodo, tiene un aire pulcro, dÍ6 tinguidoy acicalado. He aquí un hombre que sabe lo que es importante, pienso yo; un hombre que mantiene las apariencias en el dormitorio no te avergonzará nunca. Y sus sandwiches de ternera son excelentes. Me encantan los pedazos de rosbif y me gusta el alcohol desde una edad temprana, porque empecé como gato de bodega, cazando ratas en las cavas para ganarme el sustento, antes de que el mundo añlara mi ingenio lo suñciente como para permitirme vivir de él.
Pero ¿en qué quedó aquel encuentro nocturno? Fui contratado allí mismo como criado del señor; ayuda de cámara y, en ocasiones, sirviente de su cuerpo, porque aveces, cuando se empieza a quedar sin fondos, hace lo que debe hacer todo oñcial gallardo cuando las ganancias disminuyen: empeñar el edredón, faltaría más. Entonces, el leal minino se acurruca sobre su pecho para que esté caliente de noche y, aunque le disgusta que le sobe los pezones, lo cual hago de puro afecto y por el deseo — «¡ay!>>, dice— de probar la retractilidad de mis uñas, cabe añadir que sólo lo hago cuando estoy distraído. Además, ¿qué otro criado sería capaz de violar la sagrada intimidad de una joven y entregarle una carta de amor en el preciso momento en que ella está leyendo el libro de oraciones de su santa madre? Tarea ésta que he realizado una o dos veces por él, para su inñnita gratitud.
Y, como pronto sabréis, nos conseguí al ñnal la mejor de las fortunas.
Así que el minino obtuvo su cargo al mismo tiempo que las botas, y me atrevo a afirmar que el patrón y yo tenemos mucho en común, pues es orgulloso como el demonio, puntilloso como una chincheta, libidinoso como el regaliz y el granuja más ingenioso que jamás se haya acostado en sábanas limpias.
Cuando venían mal dadas, yo hurtaba el desayuno en el mercado: un arenque, una naranja, una barra de pan; nunca pasamos hambre. El minino también le servía bien en las mesas de juego, porque un gato puede saltar de regazo en regazo con toda impunidad y echar un ojo a las cartas de cualquiera. Además, un gato salta cuando se lanzan los dados. ¡No se puede resistir a la tentación! Pobrecillo, los confunde con pájaros. Y después de girar y girar con las patas rígidas, haciendo el idiota hasta que lo cogen para soltarle una reprimenda, ¿quién recuerda qué dados salieron?
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