Ana Paula Maia. De ganados y hombres.

septiembre 3, 2025

Ana Paula Maia, De ganados y hombres
Eterna cadencia, 2015. 128 páginas.

En un matadero de Brasil Edgard Wilson se gana la vida sacrificando vacas. Le gusta hacer bien su trabajo, las marca con una cruz en la testud para afinar el golpe y matarlas de la mejor manera posible. En ese ambiente de violencia descarnada empiezan a suceder algunos hechos un tanto extraños.

Con un lenguaje tan crudo como lo que cuenta nos ofrece un retrato de esa violencia que tenemos escondida en nuestra sociedad. Las hamburguesas asépticas que vemos en el supermercado tienen detrás una historia de violencia y precariedad.

Los sucesos extraños le dan otra dimensión a una denuncia sin paliativos de la depredación que los humanos hacemos sobre los animales y entre nosotros. El conjunto es una novela que, a pesar de su brevedad, tiene una atmósfera inquietante y nos personajes inolvidables.

Muy bueno.

Emeterio hace un movimiento de hombros y se larga a caminar en dirección al portón de atrás, que es por donde él y el resto de los hombres, salvo Edgar, entran para retomar el trabajo. De ahí el viejo ingresa al sector de grasería, donde van a parar los productos provenientes de las áreas de faenado, despiece, tripería y mondonguería que no sirven para consumo humano. Esos restos se procesan ahí y se aprovechan para fabricar sebo y harina de hueso. Todos los días le agradece a Dios por permitirle seguir trabajando, porque aunque es viejo la fuerza no le falta. En la boca le quedan cuatro dientes nada más, pero eso no suma ni resta para el ejercicio de sus funciones. Y se da tanta maña como cuando era un treintañero. Sin embargo, para cualquier persona del lado de afuera del matadero, el viejo está tan acabado como los pedazos de vísceras y huesos con los que lidia.
Edgar Wilson enciende un cigarrillo y decide tomarse cinco minutos más, pero ahora solo y en silencio. Desde donde está puede ver muchas vacas pastando en corrales abiertos, delimitados por estacas y cercos de alambre. Camina hasta uno de los corrales y comprueba que el alambrado ya no está tan tenso como debería. Al caer la tarde, cuando el crepúsculo abre el cielo en tajadas coloradas como fisuras en un volcán, los rumiantes dejan de pastar y van a reunirse en grupos bajo la fronda de algún árbol. Pero hoy el día está nublado y el cielo, en vez de una tonalidad sangrienta, tendrá un gris oscuro en los márgenes.
A Edgar le gusta mirar a los animales encerrados. Solos o en grupitos, se mueven siempre al mismo ritmo para masticar o para sacudir el rabo. Los bovinos, todos, se orientan buscando el norte cuando pastan, eso porque pueden sentir los campos magnéticos de la Tierra. Muy poca gente entiende el porqué, pero los que todos los días trabajan con vacas saben que ellas tienen ese código de comportamiento y que se paran todas apuntando a la misma dirección para pastar. Ese equilibrio no se ve en los hombres, en ninguno de ellos.

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