En una guerra infinita a través del tiempo, el espacio y los posibles universos, dos guerreras de bandos enfrentados, Roja y Azul, intercambian cartas de las maneras más extravagantes posibles mientras establecen una curiosa relación más allá de su enfrentamiento cotidiano.
La idea está muy bien, ese mundo que se adivina entre dos facciones enfrentadas (y que recuerdan a las serpientes y las arañas de la guerra del tiempo de Leiber) basadas en dos tipos de ver el mundo y que van cambiando planetas e incluso universos.
Pero el desarrollo se me antoja un poco infantil, vamos a ver, no digo que se entrampen en los engaños dentro de engaños de Dune que llegan a cansar, pero un poquito de complejidad hubiera venido bien. Porque la facilidad con la que trabajan a espaldas de sus respectivos bandos y lo rápido que establecen confianza me resultaron un poco increíbles.
No está mal.
Deambula por el osario en el que se ha transformado el campo del que ha salido victoriosa en busca de las semillas de su derrota.
Un temblor sacude el suelo, que no merece el nombre de tierra. El planeta se muere. Los grillos cantan. Los grillos sobreviven, de momento, entre las naves caídas y los cuerpos destrozados que cubren la llanura en descomposición. El musgo plateado devora el acero y las violetas ahogan los cañones inservibles. Si el planeta sobreviviera lo suficiente, las viñas que brotan de las bocas de los cadáveres darían fruto.
No sobrevivirá, ni las viñas darán fruto.
Encuentra la carta sobre una superficie de terreno carbonizado.
No debería estar aquí. Aquí debería haber cadáveres apilados entre los restos de los naufragios de unas naves que un día surcaron el firmamento. Debería haber la muerte, el polvo y la sangre que distinguen una operación exitosa. Debería haber lunas desintegrándose en el cielo y naves en llamas orbitando el planeta.
No debería haber una hoja de papel de color crema, inmaculado salvo por una única línea manuscrita con una caligrafía alargada e inclinada: Quemar antes de leer.
A Roja le gusta sentir. Es un fetiche. Ahora siente miedo. Y emoción.
Tenía razón.
Busca entre las sombras a su cazadora, su presa. Escucha en busca de infrasonidos y ultrasonidos. Anhela el contacto, una nueva batalla más digna, pero está sola con los cadáveres, los restos del naufragio y la carta que le ha dejado la enemiga.
Es una trampa, por supuesto.
Las viñas se enroscan a través de las cuencas de los ojos de los cadáveres y se retuercen más allá de los ojos de buey hechos añicos de las naves. Fragmentos de óxido caen del cielo como copos de nieve. El metal se tensa, cruje y se rompe.
Es una trampa. El veneno sería un recurso muy fácil, pero no huele ninguno. Quizá se trate de un virus nervioso para subvertir sus pensamientos, para inducirle una reacción determinada o, sencillamente, para convertirla en sospechosa a los ojos de su Comandante. Si lee esta carta quizá la grabarán, la delatarán o la chantajearán para utilizarla como agente doble. El enemigo es insidioso. Aunque solo se trate del gambito que da inicio a una larga partida, leerla supondría arriesgarse a convertirse en el blanco de la ira de la Comandante si la descubre, arriesgarse a parecer una traidora pese a su férrea lealtad.
La jugada más inteligente y prudente sería marcharse. Pero la carta es un guante que le han lanzado, y Roja no lo puede ignorar.
Encuentra un encendedor en el bolsillo de un soldado muerto. La llama se refleja en el fondo de los ojos. Saltan chispas, caen cenizas y en el papel toma forma un texto con la misma letra inclinada.
La boca de Roja se curva: una mueca burlona, una máscara, la sonrisa de una cazadora.
La carta le quema los dedos mientras se materializa la firma. Deja caer las cenizas del papel.
Roja se marcha al terminar, habiendo a la vez cumplido la misión y fracasado, y desciende por el hilo hacia su hogar, hacia el futuro trenzado que su Agencia perfila y custodia. No deja rastro alguno de su presencia aparte de cenizas, ruinas y millones de muertos.
El planeta espera su fin. Las viñas sobreviven, ciertamente, y también los grillos, pero no queda nadie que pueda verlos, salvo las calaveras.
Aparecen nubes de lluvia amenazadoras. Un relámpago estalla y el campo de batalla se vuelve monocromo. Un trueno ruge. Durante la noche, si el planeta sobrevive hasta entonces, la lluvia resbalará sobre el cristal que un día fue su superficie.
Las cenizas de la carta se consumen.
La sombra de una nave de combate destrozada se encoge. El espacio vacío se llena.
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