Cuando un autor te gusta mucho y has leído sus grandes obras, empieza la labor de menudeo. Vas buscando libritos, recopilaciones de textos sueltos, cosas de segunda fila pero que te permiten seguir navegando por su mundo.
Y, de repente, encuentras un libro que no es menor, cuyos textos tienen la misma fuerza, igual ternura y calidad que la de los más grandes. Esto es lo que me ha pasado con La otra gente, retratos breves de personajes que se mueven entre lo cotidiano y lo mágico. Historias narradas con un cariño y un pincel fino, con exquisita atención al detalle.
Esto es Cunqueiro en estado puro. Hay fragmentos, párrafos, que he bebido con deleite. Me ha recordado al Breviario de idiotas que comenté por aquí hace poco, pero mucho, muchísimo mejor.
Viva Cunqueiro.
Louredo de Hostes
A Louredo lo he conocido, como a tanta otra gente, en la barbería de mi amigo Pallarego. Podía contar muchas cosas de Louredo, pero lo que me interesa ahora es el caso de sus anteojos, comprados en Valencia en la calle o en la plaza de Jaime I, que no recuerdo bien. Sucedía que Louredo no soñaba. Hacía el servicio militar en el regimiento de caballería Reina Victoria Eugenia, y tenía un sargento que todas las mañanas formaba el escuadrón y les contaba a los reclutas lo que soñara aquella noche. ¡Vaya tío soñando! Algunas veces soñaba un viaje a Filipinas, o que le tocaba la lotería, dejaba el ejército e iba a Madrid y estaba sentado en un teatro. Y contaba el asunto de la pieza que representaban, y que consistía en que las actrices le enseñaban las piernas, y lo llamaban a él, que subiese al escenario, y subía de uniforme de gala, con morrión, y llevaba a la primera actriz a los baños de Archena, de donde era natural el sargento. Louredo se dolía de no soñar. Ni con su aldea, ni con la romería de San Benito. Como era mediano de estatura, piernas arqueadas y un ojo manchado, lo que le gustaría soñar era que era alto, y que se chiflaba por él una valenciana, robusta, blanca, los ojos negros, que se dejaba querer como se dejan las gallinas por el cantaclaro, y Louredo acariciaría en ella muy afinado. Louredo, muy respetuoso, le pidió una conversación secreta al sargento Granero.
—Con permiso, mi sargento, ¿qué hay que hacer para soñar?
—¡Cómprate unos anteojos, gallego! —le respondió, burlón.
Louredo tomó la respuesta en serio, y no paró hasta encontrar en Valencia quien le vendiese unos anteojos para soñar, unos anteojos que Louredo decía que eran nublados, con armazón de plata. La primera noche que durmió con ellos puestos, soñó una película entera; pero tan rápido que no llegó a entender el asunto. Lo que vio fue que él salía de cabo, y que una señora gorda le daba un caramelo de café con leche. —¿Guapa o fea? — le preguntaba yo. —¡Hombre, para ser la primera vez que soñé con una mujer, me salió bastante decente, con una blusa colorada!
Desde entonces, con tal de dormir con los anteojos puestos, Louredo soñaba todos los días, y grandes triunfos, con una pequeña que bailaba, y con una negra que tenía un canario en una jaula, y le regalaba el mejor caballo del regimiento. Se metía en la cama con la señora del maestro armero, y aparecía el párroco de Hostes, que no se sabía cómo diera desde Lugo con Valencia, y los casaba. La niña del maestro armero le llamaba papá.
Todo iba muy bien, menos cuando Louredo comía sandía, que entonces soñaba que subía a un tejado, más alto que las Torres de Quarte, y lo empujaban,, y caía a la calle.
Regresó a su aldea, y poco tiempo después tropezó con un aire, le vinieron fiebres altas, y murió en breves días. Murió soltero, y le dejó los anteojos a los sobrinos, para que soñasen por turno. Los sobrinos se reían del tío, y le dejaron al señor cura de Baroncelle que llevase los famosos anteojos para ensayar. ¡Sabe
Dios lo que soñaría el reverendo, con la ayuda de ellos, qué valencianas blancas, qué vinos tintos, qué paellas, qué fiestas, en aquellas largas y frías noches de invierno de la Terrachá lucense, cuando con la helada se visten de color ceniza las ramas desnudas de los abedules!
El alma de Souto de Lires
Yo conocí a Souto de Lires allá por el año treinta, más o menos. Tendría él los veinte cumplidos. Se llamaba Manuel Berdía González. Su padre era el dueño del molino de Lires. Manoeliño nació con la cabeza algo ladeada, el brazo derecho más corto que el izquierdo y el pie izquierdo ladeado. Al defecto de la cabeza no le daba mucha importancia. Por aquel tiempo había comprado un sombrero gris en Mondoñedo, que tras alguna jornada en una horma preparada al efecto, lograba poner el sombrero de frente, es decir, en la vertical del cuerpo, aunque llevase la cabeza torcida hacia la derecha. Tampoco se la daba a la cortedad del brazo derecho. Estimaba que para cavar, la escopeta y la guitarra, adiestrándose, aún podía favorecer. En cambio, lo que lo traía muy disgustado era lo del pie izquierdo. —¡No me lo merezco, cono!
Cuando le correspondió ir al servicio militar, confiaba en que lo diesen útil, para caballería o artillería. —A caballo, el pie no se nota, y para estar al pie de un cañón, también sirvo.
Pero lo dieron inútil total. Una moza de Sandias no lo quiso, pese a que los Souto de Lires tenían fama de ricos. Fue entonces cuando Manuel comenzó a amu-rriarse, abandonó el sombrero, andaba solo por los caminos, pasaba semanas enteras en cama. El ladeo de su pie izquierdo era un ataque al orden cósmico, físico y moral. Cuando Dios echó a Adán y Eva del Paraíso les dijo que ganarían el pan con el sudor de
su frente, pero no les dijo: «¡habrá cojos entre vosotros! «. ¿Y si no lo dijo y lo pensó? ¡Vaya joda! Filosofando, Souto de Lires llegó a un franco ateísmo. Para colmo de desgracias, se le pusieron unos golpes en el pecho que no lo dejaban dormir. Los médicos no le acertaban, y Manuel Berdía, Souto de Lires, se moría. Llamaron al cura del Seixo, que era un gran cazador, quien tuvo con Souto grandes conversas. Parece ser que quedaron en que en el otro mundo no hay diferencias corporales, mayormente, y las cojeras no las hay, y si las hay, no se notan. —¿Se sabe? —preguntaba Souto al cura. —¡Hombre, no es que esté escrito! ¡No es dogma! Creo que el señor cura del Seixo, por salvar dificultades, llegó a citar a Orígenes, quien opinó que los cuerpos de los gloriosos todos, tienen forma esférica, ya que el estado de pura perfección pide la perfecta forma, la cual, desde Pitágoras y Platón, es la esfera. Souto confesó y comulgó. Estaba muy inquieto y callado en su cama, y al parecer meditando si habría fotógrafos del otro lado, para poder mandarle una foto suya, en forma esférica, a la moza de Sandias que tan ostensiblemente lo había rechazado. Y un día, al caer de la tarde, otoño era que volaban las hojas secas en el camino del molino, Manuel se murió. Pasaron dos o tres años. Era por San Martín, y el cura del Seixo iba al patrón, a Teixeiro. De un campo de nabos que había a la izquierda del camino, vino volando un cuervo, que se posó a dos cuartas del cura. Don Perfecto Illade Morante miró bien para él, porque le recordaba a alguien. ¡Claro, a Souto de Lires! Tenía la cabeza ladeada, un ala más corta que otra y la pata izquierda torcida.
—¿Qué haces por aquí, Manoeliño? — preguntó el
clérigo.
—¡Volando no hay cojos! — gritó el cuervo. Y se fue, por encima de las nabegas, hasta la carballeira de Mesías, en vuelo sin reproche. Fue muy comentado el caso en el país. Tanto que don Perfecto, el cura del Seixo, se vio obligado a decir desde el pulpito:
—En primer lugar, hermanos, los caminos del Señor son imprevisibles. En segundo lugar, ya dice el refrán que el que la sigue la consigue. ¡Oremus por el alma de nuestro amigo Manuel!
3 comentarios
Viva Cunqueiro. Si mai et demano que em deixis aquest llibre, no ho facis, probablement no te’l torni. 🙂
Es de la biblioteca… por desgracia
Viva Cunqueiro! Adoro a este autor de fábulas imposibles. Muchas gracias por la recomendación y los textos