Cabaret Voltaire, 2009. 288 páginas.
Tit. or. Ana non. Trad. Adoración Elvira Rodríguez.
La guerra le ha arrebatado a Ana su marido y dos de sus hijos. El pequeño, el único que le queda, está en una cárcel del norte. A sus 75 años, con un bizcocho como todo equipaje, comienza un viaje a pie, siguiendo las vías del tren, para encontrarse con su hijo.
La trama, que parte de una historia real, o por lo menos de una leyenda que circulaba en la época, es triste y evocadora. El tratamiento que le da el autor, en mi opinión, es terrible. No me ha gustado ni cómo está escrito, ni los elementos de la trama, no el tono, ni nada.
Todo me parece falso, impostado. En el propio libro se habla de un folletín que le leían a la protagonista, los gorriones de la acera, relato de pobres muy pobres y muy buenos y ricos muy malos. Pues este libro es un folletón en el mismo sentido.
Todo tiene un tono de sentimentalidad exagerada que a mí me saca del relato. No me lo creo. No me creo a Ana Paucha, empezando porque en este país la mujer no toma el apellido del marido, y me parece bien que se quiera esconder la identidad de la protagonista hasta el final (predecible) pero, como todas las decisiones que toma el autor, la toma mal.
En medio de todo esto que haya tres o cuatro escenas completamente inverosímiles no es el menor de los problemas. En goodreads todo el mundo lo pone muy bien, porque ¿quién va a criticar las desventuras de esta pobre anciana? Pues yo. Me parece muy bien denunciar la miseria que trajo la guerra civil, y señalar de manera clara a los hijos de puta que ganaron la guerra. Pero no así.
No me ha gustado.
La esposa del gobernador militar ha hecho algún que otro viaje. El resultado salta a la vista.
Ana Paucha mira discretamente a los invitados. Todos tienen las manos limpias. (Mejor dicho, lavadas.) Solicita hacer lo propio. Aunque es pobre… No se atreve a acabar la frase. A la señora esposa, etc. le da otro síncope y los ojos se le llenan de lágrimas.
El señor obispo exclama, haciendo un pase mágico de amatista:
—¡Nos afliges, hija mía! Comprendemos tu deseo de complacernos, pero todos te queremos sucia y pobre. Como estás. ¿No es cierto?
Un «¡Claro que sí!» sincronizado se eleva en torno a la mesa. Las presentadoras de televisión emiten su «¡Claro que sí!» con la misma voz aterciopelada con la que suelen anunciar los miles de muertos en Vietnam o el aumento del precio de la langosta.
Monseñor prosigue:
—Cierto es que si hubieras estado menos sucia, si hubieras sido menos pobre te habríamos elegido igualmente. Pero ya que tenemos la suerte de que seas como eres, no lo estropees, por favor. Admito que hay pobres menos sucios y menos pobres que tú. Pero ésos comen en la cocina, con la servidumbre. La Presidenta Provincial de la Asociación Caritativa, siguiendo nuestro humilde consejo, te ha elegido a ti para dar ejemplo de caridad pública. Has sido la agraciada. Serás consagrada pobre y sucia a escala nacional. Supongo que eso te gusta ¿no?
—Sí, padre —dice Ana Paucha con un hilo de
voz.
—Monseñor, hija mía, monseñor —corrige monseñor con voz entristecida.
A Ana Paucha le dan ganas de llorar. No quiere apenar a un cura tan bien vestido y tan educado.
Una ola de emoción se abate sobre todas y cada una de las cabezas. El canónigo nacarado, que no ha esperado a nadie para entregarse a las opíparas libaciones, está convencido de que el Espíritu Santo ha vuelto al fin, para honrar con su presencia la evangélica comida.
Y todos tan contentos: los invitados, la servidumbre, los curiosos que invaden patios y terrazas participando en el evento, el personal de la televisión (que comentará esta noche, de manera ditirámbica, la campaña nacional «Siente a un pobre en su mesa») y los policías que velan para que la caridad oficial se desarrolle sin incidentes. Miran a Ana Paucha y le sonríen. Brindan por su pobreza y su mugre. Ana Paucha también bebe. Piensa que no son malas personas. No los conocía. Al no haber salido de su pueblecito de pescadores, nunca los había visto. Se emociona, aunque se ve más pobre y más sucia que nunca. Para siempre, Ana pobre. Ana sucia. Ana no.
Un cantante ciego que toca la guitarra, entona en voz baja una historia edificante, compuesta por el canónigo lírico, que trata de un mendigo sucio socorrido por un rico limpio y generoso. Un punto de ironía
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