Remix postmoderno de la obra de Borges El hacedor que en su momento estuvo envuelta en polémica porque Kodama pidió que se retirara el libro. Todavía hoy no sé si fue una estrategia publicitaria o qué. Lo contamos aquí: Borges y nocilla
Pero contextos aparte he tardado mucho en leer la obra (y la volví a meter en mi lista de lecturas pendientes casi por casualidad). Es lo que promete, los mismos títulos de cuentos y poemas de Borges pero textos diferentes inspirados y con un aire de estilo similar.
En mi modesta opinión, este libro es un error. Yo cuando hago sesiones de narración y cuento mis propios cuentos me cuido muy mucho de incluir textos ajenos para que no me digan cosas del tipo los cuentos flojitos menos el tal, que es muy bueno. Los grandes autores -Borges entre ellos- también tienen el mismo cuidado al indicar sus influencias; autores que estén bien pero no tanto que les haga sombra.
Cuentos que no están mal quedan oscurecidos por la sombra de los originales que están mucho mejor. Para versionar las Meninas tienes que ser un Picasso. Si no es así te puede quedar una ilustración solvente y simpática, pero que no será arte.
La casualidad: ayer escuchaba un podcast de hace años (la actualidad no es lo mío) en el que definían a Fernández Mallo como una supernova. Descripción exacta y profética, porque fue un estallido fulgurante que se quedó en una estrella de neutrones que ya no ilumina más. Repito lo que digo siempre del autor: no es mal escritor, pero se cree mejor de lo que es (y en su momento también lo creyó la crítica).
Se deja leer.
Los espejos velados
Hay una joven, llamada Paola, que afirma que comprará un rifle pero nunca lo compra. Su amiga, Lola, aficionada a las armas desde los 13 años, no pierde ocasión de intentar persuadirla. Caminan por el centro de Monterrey, pasan ante una armería y le dice, «mira qué rifle tan bonito». O si en el mercado de los sábados notan un bulto bajo la chaqueta de una mujer, «mira, ésa va bien protegida». Paola tiene 30 años y un perro que responde al nombre de Dorito [por el color y por no llamarlo Whisky]. Un día Paola ve a Dorito al otro lado de la calle, junto a su casa, en la que vive sola, a las afueras del parque Fundidora. Al reconocerla, el perro echa a correr con intención de atravesar la carretera. Paola grita «no cruces, Dorito, no cruces». Pasan un camión y dos turismos. Dorito se salva por los pelos. Esa noche, tirada en el sofá, ve la tele, lleva un vestido minifalda, floreado, y botas de vaquero sin calcetines, cosidas a mano en un lugar del norte de México. Se ha puesto sus gafas graduadas, que, sobredimensionadas, le recuerdan a las de un cantante llamado Jarvis Cocker, motivo por el que las eligió. Con la mano izquierda acaricia a Dorito, con la derecha sostiene un burrito de pollo y nopalitos. Mastica. Su mirada permanece fija en la pantalla. Ponen una película, Buenos días, de un director japonés llamado Ozu. 2 niños, en el Tokio suburbial de los años 50, se mueren de ganas de tener un televisor, sólo piensan en cómo sería su infancia si tuvieran un televisor. Hacen una huelga de silencio para que sus padres se lo compren, y también una huelga de hambre, aunque cada día roben comida de la despensa, sopa de pescado y arroz blanco, que toman a escondidas en un descampado, cerca de casa: es un día magnífico, el sol luce pero no derrite, llevan jerséis idénticos, comen con las manos, un policía pasa y les dice, «niños, qué hacéis ahí solos». Paola susurra, «comemos un burrito, agente, comemos un burrito». El policía contesta, «bueno, regresad pronto a casa». En los días sucesivos, los niños hacen más huelgas, de hambre y de silencio, y al fin les compran el televisor, están muy contentos, un magnífico televisor en blanco y negro aunque la película Buenos días, piensa Paola, sea en color, lo que para ella es una prueba irrefutable de que la realidad siempre es superior a la ficción o a los sueños. Paola se levanta, pone la cafetera al fuego, se alisa la minifalda, de un vistazo recorre los 40 m2 de casa, una planta baja con jardín. A través de la ventana ve pasar camiones, van al norte, hacia la frontera con los Estados Unidos. En un minuto cuenta 5; la aerodinámica silba en las carrocerías, que hacen música con efecto Doppler. Dorito los mira y mueve la cola sin saber que algún día ladrará por última vez bajo una de esas ruedas.
3 días más tarde Paola llama a la puerta de Lola. Paola lleva en la mano un Remington, recién comprado en la armería Montanita; cañones plateados y culata color mostaza. En 3 días no se ha quitado el vestido minifalda floreado, ni las gafas sobredimensionadas ni las botas de cowboy, pero ha añadido al vestuario una gorra con visera. Lola, vestida de camuflaje [hasta para desayunar se viste de camuflaje], le dice, «conozco un lugar muy bueno, cerca del desierto de Sonora».
Tras 6 horas de viaje en el 4×4 de Lola, llegan a unas cabañas. Se alquilan. De momento están todas disponibles, dice el hombre de la recepción. Dejan sus cosas en la n.° 5. Alrededor, arbustos y hierbas bajas anticipan el desierto. Sin perder tiempo, echan a caminar hasta llegar a una zona en la que hay unos bidones de fuel, vacíos. Lola dice: «antes de ir a por coyotes ensayemos aquí tu puntería» y, en tanto Paola carga dos cartuchos, Lola saca de la mochila una lata de Coca-Cola, se dirige a un bidón, posa la lata y regresa al puesto de tiro, donde Paola ya ha apoyado el arma en el hombro, ha separado ligeramente la barbilla de la culata y tiene cerrado un ojo. «¿Has disparado alguna vez, Paola?» «Nunca he disparado», responde sin apartar la vista del punto de mira, y piensa entonces que el sol, a su espalda, es un mero objeto tibio, y la lata de Coca-Cola, reflejada en su ojo abierto, una recién creada especie animal. Aprieta el gatillo. 250 perdigones salen contra el desierto en un ángulo sólido de 5 grados. El primer retroceso es brutal. Cerebro, barriga, botas, minifalda, rodillas, bazo, corazón, pechos y sexo de Paola vibran y se deforman durante unas décimas de segundo [esto sólo es posible verlo a cámara lenta]. La Coca-Cola revienta, el líquido se esparce y dibuja en la tierra la sombra de la ráfaga [que recuerda vagamente a la expansión de un universo, o a la expansión de ciertas lenguas, como por ejemplo el indoeuropeo]. Se aproximan, «un disparo perfecto —dice Lola—, tu primer disparo, y perfecto». Paola coge la lata, la mira con mucha atención, no está deformada, sólo llena de agujeros que, como si de un dibujo animado se tratara, señalan perfectamente la estela de entrada y salida de cada perdigón. Una forma que entiende creíble, pero extraña. Regresan a la cabaña.
Esa noche, ante una hoguera y un par de chuletas de vaca, Paola dice, «¿sabes lo que pensé cuando apreté el gatillo?». Lola niega con la cabeza. «Mi cuerpo convulsionó como un orgasmo que durara un milisegundo, y entonces se me apareció un recuerdo totalmente olvidado, como si el disparo fuera una máquina de agitar el tiempo. Yo tenía 3 años, estaba jugando con un pequeño montón de tierra en el jardín de casa, había una valla blanca a mi alrededor y más allá césped y juguetes. Con un palo atravesaba de un lado a otro el montón de tierra, y después extraía el palo con cuidado de no romper los agujeros, que eran perfectos. Recuerdo la tibieza del sol, debía de ser primavera, y una voz a mi lado que me llamaba, “Paola, Paola”, pero yo no miraba, “Paola, Paola’’, seguía abriendo agujeros en el montón de tierra, hasta que alcé la vista y allí estaba mi padre, vestido con traje y corbata, quien me levantó en el aire, me besó, me dejó en el suelo y cruzó la valla del jardín. Lo vi irse caminando [sólo años más tarde lo supe) a buscar trabajo. Es el recuerdo más hermoso de mi vida.»
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