Random House Mondadori, 2010. 400 páginas.
Tit. or. Angels and Insects. Trad. Javier Lacruz.
Dos historias, la primera la de los insectos donde el matrimonio de un naturalista con una chica de familia bien se verá complicado por oscuros secretos y la segunda los ángeles sobre un grupo dedicado a contactar con gente muerta mediante sesiones espiritistas.
La primera no me ha gustado demasiado, excesivas descripciones del comportamiento de los insectos y aunque es cierto que en todo el texto se respira un ambiente malsano la resolución me pareció decepcionante.
La segunda, por el contrario, me ha parecido excelente. En la historia, en los personajes, en el lenguaje. Todo piezas que encajan de manera magistral. Sólo por esta parte (independiente de la otra) merece la pena leer el libro.
La película que hay se basa en la primera historia y aunque no la he visto no debe estar mal, porque seguro que han quitado todas el naturalismo y las parrafadas filosóficas.
Muy recomendable.
Y la muerte y el infierno fueron arrojados al lago de fuego. Esta es la segunda muerte.
Y el que no fue hallado escrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego.
Este pasaje del Libro de la Revelación hizo que un estremecimiento de placer recorriese el esqueleto de la señora Pa-pagay, a la que le encantaban sus sonoras resonancias y sus vistosos colores: escarlata, oro, blanco y el negro del abismo. También le encantaban, le había sucedido desde niña, todas aquellas visiones e imágenes extrañas: los ángeles enrollando el telón de fondo de los cielos y despejándolos para siempre, las estrellas cayendo del cielo al mar como una lluvia de dorados globos llameantes, los dragones y las espadas, la sangre y la miel, las plagas de langosta y las huestes de ángeles, esas criaturas puras y blancas y a la vez de ojos ardientes, arrojando sus coronas doradas por todos lados en un mar cristalino. Se había preguntado a sí misma cada vez más a menudo por qué a todo el mundo le encantaban tanto la ferocidad de san Juan y su terrible visión, y se había respondido de varias maneras, como una buena psicòloga, que a los seres humanos les gustaba que los aterrorizasen; no había más que ver cómo disfrutaban con los cuentos más horribles del señor Poe, con los pozos, los péndulos, los enterrados vivos. No solo eso, les gustaba que los juzgasen, le parecía; no podían proseguir si sus vidas carecían de importancia, de una importancia absoluta, a ojos de un ser más elevado que los observaba y les confería realidad. Porque si no hubiese muerte y juicio, si no hubiera cielo e infierno, los hombres no serían nada más que bichos, nada más que mariposas y moscardas. Y si eso era todo, sentarse y sorber té, esperar que fuera la hora de acostarse, ¿por que se nos había otorgado semejante gama de cosas que adivinar, que esperar, que temer, y que iban más allá de nuestros voluminosos pechos encerrados en sostenes, o de nuestros problemas con las estufas? ¿Por qué aquellas criaturas blancas y etéreas encumbradas sobre nosotros, o la mujer revestida de sol y el ángel que se alzaba en él?
A la señora Papagay no se le daba bien dejar de pensar. Tenían por costumbre sentarse en silencio, formando un círculo, levemente cogidos de las manos para fundirse en uno solo, a la expectativa: una mente pasiva para que la utilizaran los espíritus, para que entrasen en escena y hablaran a través de ella. Al principio habían empleado un sistema de golpecitos y de respuestas, uno para sí, dos para no, y de cuando en cuando aún les sobrecogían repiques estrepitosos que venían de debajo de la mesa, o sacudidas de su superficie bajo los dedos, pero esperaban a que los espíritus diesen señales de su presencia, y entonces se dedicaban a la escritura automática: tenían que sostener todos una pluma sobre el papel; todos, excepto el capitán Jesse, habían producido algún escrito, largo o corto, que luego habían examinado y sobre el que se habían preguntado cosas. Y así, si el día era bueno, los visitantes hablaban a través de Sophy o, más raramente, a través de ella misma. Y una o dos veces, Sophy pudo verlos, pudo describir lo que veía a los demás. Había visto al sobrino y a las sobrinas muertas de la señora Jesse, los tres niños de su hermana Cecilia: Edmund, Emily y Lucy, muertos respectivamente a los trece, a los diecinueve y, precisamente el año anterior, a los veintiún años. Tan lentos, tan tristes, pensó la señora Papagay, aunque los espíritus habían dicho lo felices que eran y lo ocupados que estaban en una tierra veraniega entre flores y huertos con una luz maravillosa.
2 comentarios
Hola JP, qué placer leerte de nuevo.
¡Gracias! Hice un parón un poco tramposo porque seguía escribiendo reseñas, lo único que programándolas… que vivimos tiempos confusos.