
Editorial El Cuervo, 2025. 204 páginas.
Incluye los siguientes cuentos:
Bajo bosque – Sebastián Antezana
Todo lo mirado reclama un ojo – Maximiliano Barrientos
Se escribe con v – Magela Baudoin
Chaco – Liliana Colanzi
Una magia inversa – Rodrigo Hasbún
El Señor de La Palma – Edmundo Paz Soldán
destello – Claudia Peña
Serenata cósmica – Juan Pablo Piñeiro
Cuando llueve parece humano – Giovanna Rivero
Todo el mundo cumple sus sueños menos yo – Wilmer Urrelo
Que son todos buenísimos. Normalmente en estas antologías siempre hay algún texto que flojea, pero no es el caso. Todos tienen una solidez en el lenguaje que asusta, las tramas interesan, y son de estos libros que te da pena que acaben. Además la edición es magnífica.
Conocía a algunos autores, como mi admirada Liliana Colanzi, pero otros me eran completamente desconocidos y han sido una verdadera sorpresa. La Serenata cósmica de Juan Pablo Piñero, por ejemplo, con ese autobús en una ruta casi sin destino, Magela Baudoin y su Se escribe con V, donde unas mutilaciones a las vacas dan pie a toda una historia acerca de las personas prescindibles o el cierre del volumen Todo el mundo cumple sus sueños menos yo, con ese salto de punto de vista de la conciencia que me ha dejado con la boca abierta.
Buenísimo, no se lo pierdan.
Hiromi primero había sido irónica: “El homicidio es al asesinato lo que el origami a un collage, una cuestión de arte”. Y luego le había explicado aquello que en el primero no intervenían ni la voluntad ni la premeditación, sino la pasión, el impulso y el azar más oscuro; mientras que en el segundo todos los actos humanos se dirigían a la aniquilación de otro ser. La señora Keiko había revisado mentalmente las caras de sus alumnas tratando de detectar la pasión o la voluntad que las había llevado a empuñar un arma, a dar un empujón, a prender un fósforo, a rasgar la carne o envenenarla, pero solo vio los ojos entristecidos, pues aunque algunas se sostuvieran con temperamentos más afables, lo cierto es que una membrana de desilusión mesuraba la intensidad de esas miradas. En la próxima sesión de origami, la señora Keiko decidió mostrarles cómo crear una víbora en media rosca; subrayó la paciencia que se precisaba para marcar las diminutas escamas de la piel y enfatizó el especial cuidado que debían tener al momento de erguir el poderoso cuello del animal, la actitud de alerta y ataque de la cabeza, mientras el ovillo del cuerpo permanecía en reposo, enroscado casi con timidez. Al cabo de tres sesiones, resultó que la mujer de los tatuajes había terminado diseñando la víbora más hermosa. Si bien en el origami tradicional se trabajaba con papel blanco, sin pegamentos ni otros detalles, ella les permitía escoger piezas de colores, nunca estampadas o combinadas, colores puros que enfatizaran el carácter de sus criaturas. La mujer había escogido un largo retazo púrpura y había hecho con él el reptil más peligroso y vivo del taller. La señora Keiko tomó la víbora colorada y la asentó con delicadeza sobre la palma de su mano derecha. Paseó en silencio la víbora por entre las demás alumnas como si exhibiera un trofeo. Era un trofeo. Era la victoria de la constancia, la concentración mental y el dominio manual sobre la mediocridad y la prisa de lo fugaz, de lo que moría antes de respirar. No elogió ni siquiera la brevísima lengua que brotaba del reptil. No hizo comparaciones ni pidió comentarios, como en otras dinámicas. Consideraba que el silencio era un homenaje sencillo pero contundente. Volvió hasta la mesa de la mujer tatuada y le sonrió. En ese instante recordó una frase que el señor Sugiyama usaba a menudo para darles a los demás el beneficio de la duda: “A veces la vida es color escarabajo”. Primero se sorprendió al toparse con los ojos fríos de la reclusa a la que había querido distinguir con todo ese código de honor; luego se estremeció al intuir que allí, en esas retinas donde debería haber estado la profunda e indescifrable tristeza, había una luz siniestra, acusadora. Soltó la perfecta pieza de origami como si le quemara las manos.
Siguió asistiendo al taller, pero se aseguró de volver a los diseños sencillos, unos en los que esas mujeres trastornadas no tuvieran que exigirles a sus espíritus otra energía. El taller estaba diseñado para que esas mentes se olvidaran por un par de horas de su claustro y ella se encargaría de que siguiera siendo así. Volvió a sus gaviotas, a sus cisnes, medusas y búhos, que emergían del papel con tres pliegues mayores y un par más de necesaria definición.
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