Silvina Ocampo. Cuentos de la nena terrible.

diciembre 23, 2024

Silvina Ocampo, Cuentos de la nena terrible
Stockcero, 2013. 238 páginas

Antología bastante extensa de relatos de Silvina Ocampo, a la que llego de manera transversal a través del libro de Mariana Enríquez La hermana menor y mal hecho, porque es una cuentista excelente a la que desconocía por completo.

La edición no es que sea de lo mejor, con esos pies de página que me sorprenden dando definiciones de cosas que se pueden buscar en un diccionario, pero me ha abierto la puerta para la lectura de sus cuentos completos. Porque la factura de la producción de Silvina es excelente, con un lenguaje solido que es un placer leer.

Los temas de los relatos, con su punto de irrealidad, su oscuridad y su magnífica capacidad para el retrato te atrapan y fascinan desde la primera página. Me ha encantado.

Muy bueno.

El retrato mal hecho
A los chicos les debía de gustar sentarse sobre las amplias faldas de Eponina porque tenía vestidos como sillones de brazos redondos. Pero Eponina, encerrada en las aguas negras de su vestido de moiré, era lejana y misteriosa; una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en miniatura. Raras veces los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer.
Detestaba los chicos, había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a no ser los brazos que los hacen dormir. Los brazos de Ana, la sirvienta, eran como cunas para sus hijos traviesos.
La vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida era muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde en tarde se espera una fiesta como un alivio. Y así, a fuerza de vivir en postura de retrato mal hecho, la impaciencia de Eponina se volvió paciente y comprimida, e idéntica a las rosas de papel que crecen debajo de los fanales.
La mucama la distraía con sus cantos por la mañana, cuando arreglaba los dormitorios. Ana tenía los ojos estirados y dormidos sobre un cuerpo muy despierto, y mantenía una inmovilidad extática de rueditas dentro de su actividad. Era incansablemente la primera que se levantaba y la última que se acostaba. Era ella quien repartía por toda la casa los desayunos y la ropa limpia, la que distribuía las compotas, la que hacía y deshacía las camas, la que servía la mesa.
Fue el 5 de abril de 1890, a la hora del almuerzo; los chicos jugaban en el fondo del jardín; Eponina leía en La Moda Elegante: «Se borda esta tira sobre pana de color bronce obscuro» o bien: «Traje de visita para señora joven, vestido verde mirto», o bien: «punto de cadeneta, punto de espiga, punto anudado, punto lanzado y pasado». Los chicos gritaban en el fondo del jardín. Eponina seguía leyendo: «Las hojas se hacen con seda color de aceituna» o bien: «los enrejados son de color de rosa y azules», o bien: «la flor grande es de color encarnado», o bien: «las venas y los tallos color albaricoque». Ana no llegaba para servir la mesa; toda la familia, compuesta de tías, maridos, primas en abundancia, la buscaba por todos los rincones de la casa. No quedaba más que el altillo por explorar. Eponina dejó el periódico sobre la mesa, no sabía lo que quería decir albaricoque: «Las venas y los tallos color albaricoque». Subió al altillo y empujó la puerta hasta que cayó el mueble que la atrancaba. Un vuelo de murciélagos ciegos envolvía el techo roto. Entre un amontonamiento de sillas desvencijadas y palanganas viejas, Ana estaba con la cintura suelta de náufraga, sentada sobre el baúl; su delantal, siempre limpio, ahora estaba manchado de sangre. Eponina le tomó la mano, la levantó. Ana, indicando el baúl, contestó al silencio: «Lo he matado».
Eponina abrió el baúl y vio a su hijo muerto, al que más había ambicionado subir sobre sus faldas: ahora estaba dormido sobre el pecho de uno de sus vestidos más viejos, en busca de su corazón.
La familia enmudecida de horror en el umbral de la puerta, se desgarraba con gritos intermitentes clamando por la policía. Habían oído todo, habían visto todo; los que no se desmayaban, estaban arrebatados de odio y de horror.
Eponina se abrazó largamente a Ana con un gesto inusitado de ternura. Los labios de Eponina se movían en una lenta ebullición: «Niño de cuatro años vestido de raso de algodón color encarnado. Esclavina cubierta de un plegado que figura como olas ribeteadas con un encaje blanco. Las venas y los tallos son de color marrón dorados, verde mirto o carmín».


Albino Horma
Albino Orma era buen mozo y zurdo, pero manejaba bien la mano derecha.
Me dijo, un día, que manchando una hoja de papel con salpicaduras de tinta y doblándola por el medio cuando la tinta todavía estaba fresca, no sólo se podía (de acuerdo con la imagen que vería en esa mancha) sacar conclusiones sobre el estado psíquico de una persona, sino conocer también la fecha o la circunstancia de su muerte. Como a mí me interesaban las brujerías (él me aseguraba que se trataba de algo científico) acepté que hiciéramos la prueba. Nuestro idilio duró una semana. A veces yo no iba a las citas porque tenía que pasear con Irma. Salí un día con él, en bote, por el lago de Palermo. Nos acercamos a la isla prohibida y ahí nos bajamos. Después de besarme buscó en el bolsillo un papel y una lapicera fuente. Le retiró el capuchón a la lapicera y la sacudió sobre el papel hasta que se formó una gran mancha de tinta; luego dobló en dos el papel y lo oprimió con los dedos; cuando lo desdobló, vimos una figura extraña, que parecía un murciélago. Me explicó que la vida, a ejemplo de esa mancha, era simétrica y que entre las primeras y las últimas experiencias había una relación estrecha. La vida era como esa mancha. Todo se repetía: si a los ocho años de haber nacido él había sufrido un accidente, ocho años antes de morir sufriría un accidente similar. Si a los nueve años de nacer el individuo había sido intensamente feliz, nueve años antes de morir volvería a ser intensamente feliz, por motivos parecidos. Si a los tres años probaba el gusto de la banana, tres años antes de morir descubriría, por ejemplo, el gusto parecido de la chirimoya. Si a los cinco años conocía a un Luis barbudo, cinco años antes de morir conocería a un Juan o a un Carlos barbudo. Con el pretexto de averiguar la duración de mi vida le hice confidencias. Sobre la mancha como sobre un mapa anotaba los hechos más sobresalientes, siguiendo los contornos de aquel dibujo monstruoso.
Comprobé que, en efecto, existía una simetría extraña, casi perfecta, entre mis primeras experiencias y las que consideré, en ese momento, mis últimas. Así fue como Albino descubrió mi traición y también mi muerte, que ocurriría pronto (por lo que me perdonó). Aquella etapa de mi vida correspondía, según sus cálculos, a mis seis años; el niño Juan que conocí en la plaza, correspondía a Albino Orma. Mientras las niñeras conversaban con íntima animación, nosotros, Juan y yo, escondidos detrás de los arbustos, jugábamos a juegos inocentemente obscenos. No recuerdo muy bien en qué consistían esos juegos, porque eran tan complicados que sólo un niño podría entenderlos. Devastados planetas oscilaban en mi memoria cuando viajábamos hasta la estratosfera en los columpios. Fornicar era una de las palabras más atrayentes en el libro de catecismo. Queríamos en la práctica descubrir su significado. Lo descubrimos. Juan era tan precoz como yo y me cubrió de oprobio cuando blandió su sexo como un palo contra mí. Soporté aquello con heroísmo, pero juré vengarme y lo hice en la primera oportunidad.
De una venganza a veces nace el afecto. Seis años era poco tiempo para vivir un amor tan apasionado como el nuestro. Albino se entristeció; yo en cambio sentí con más intensidad la alegría de mi vida, que empezaría a extinguirse.
La hija del frutero venía a casa, con el repartidor, y me hice amiga de ella. Jugamos en la plaza y me aparté de mi lascivo amiguito, haciéndole desprecios. El fin del amor de Juan estaba tan cerca de mi nacimiento, como el fin del amor de Albino de mi muerte.
Por pudor no relato los pormenores de mi experiencia con Albino Orma: concuerdan exactamente con los de Juan, el niño de la plaza. Con él también viajé hasta el cielo en los columpios, pues el amor nos vuelve a la infancia.


Pasaron los años sobre mí y sobre el cuadro, que estaba arrumbado en el último lugar de la casa; y viendo que nadie lo quería lo reclamé y dije que era el más bonito de toda la colección que había en la casa. Entonces todo el mundo aspiró a tenerlo.
—Parece una calcomanía, qué horrible, yo ni de muestra lo tendría —susurró una mal educada.
—Miren los colores, yo lo quiero —dijo otra.
—Es muy pesado el marco. ¿Dónde lo pondríamos? Es divino —dijo otra.
Y así creció la discordia entre gente que se quería mucho y que pretendía conseguir el cuadro. Finalmente no se llegó a acuerdo alguno y decidí (al ver que lo habían dejado en el garaje) llamar a dos changadores para que lo subieran donde estoy viviendo. Primero tuvimos que sacar el marco, luego el vidrio; la tela era muy grande. Cuando la tela quedó sin marco, los hombres la cargaron y la subieron al quinto piso. Durante la trayectoria, a pesar de las recomendaciones que hice, al rozar una puerta se borró toda la cara, un brazo, y las flores en otra puerta. Quedé espantada al ver el desastre. ¿Qué hago? Dios mío, qué hago. No me costaba rezar. Ahora tampoco. Recé.
¿Volvería a pintar la cara? ¿Podría?, me dije a mí misma, en secreto. Busqué colores en mi mesa. Vi que había muchos rosados y ocres en una caja de pinturas al pastel. Conservaba los colores. Había estudiado pintura durante muchos años. Me encomendé a Dios. Recé, recé, recé, pinté las mejillas tan rosadas, los ojos tan celestes, las comisuras de los labios, las flores del sombrero, tan dibujadas. No dormí en toda la noche. Seguí pintando hasta quedar ciega. Pregunté:
—¿Estoy ciega?
—No, no estás ciega.
Las rosas de la mano las dibujé, también los preciosos volados de las mangas, el pelo rubio, las maderas sobre las cuales la figura se apoyaba. Seguí pintando. ¿Ir a dormir sin terminar el cuadro? Imposible. Seguí en la oscuridad del cuarto, sin ver casi nada. Cuando terminé, di un profundo suspiro de perro, si un perro pintara. ¿Dónde estaban el marco y el vidrio para que nadie supiera lo que había sucedido? Ahí estaba el marco, con sus racimos de uvas, sus infinitos trazos en oro pálido. Todo estaba ahí. Coloqué el vidrio, armé las varillas del cuadro. El marco es una prisión para la imagen. Usé un pañuelo con pintura. Quedaron alrededor de mis ojos los signos de un colorido, leve como un polvo, pero de imperecedera pintura al pastel. Ya no era el retrato de mi hermana con cara de ángel; era de una hermana acróbata, con vestido etéreo, sentada en un banco de ramas, en un cuadro de Picasso, que no era de Picasso.
El cuadro de Picasso todavía existe; la miniatura de la edad de la inocencia nunca.

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