
La navaja suiza, 2020. 318 páginas.
Incluye los siguientes relatos:
El chico de Pedersen
La señora Ruin
Carámbanos
El orden de los insectos
En el corazón del corazón del país
Relatos escritos con un lenguaje alambicado y muy trabajado, donde siempre se da vueltas a la idea principal sin acercarse del todo a ella, en diferentes estilos y temas. El primero nos dibuja una situación terrible en medio de una tormenta de nieve, y el ambiente resultaba asfixiante, aunque nunca se acabara de saber del todo qué ha pasado con el chico que llegó medio muerto a una casa con un padre borracho y maltratador. El segundo, sin embargo, nos habla de un recién llegado a un barrio que habla una y otra vez de los vecinos que tiene enfrente, en una reiteración monótona que nos va hipnotizando poco a poco.
Son relatos que me han gustado más por lo que sugieren y por lo que me han activado en la cabeza que por su contenido real, me encanta esa escritura obsesiva, pero me atraviesa poco. En cualquier caso, toda una experiencia de lectura.
Bueno.
Cuando Pedersen viniera preguntando por su hijo, tal vez con la esperanza de que el chico hubiera llegado sano y salvo a nuestra casa y que estuviera esperando a que la ventisca amainara antes de volver a casa, Pa iría a su encuentro y lo invitaría a beber algo en casa y le diría que todo era culpa suya por haber levantado todas esas cercas contra la nieve. Conociendo a Pa, sé que le diría a Pedersen que echase un vistazo bajo los montones de nieve para que viera para qué habían servido las vallas, y Pedersen se enfadaría tanto que iría a por Pa y saldría como una furia clamando venganza a Dios, como tanto le gustaba hacer. Aunque ahora, como Big Hans lo había encontrado, y estaba muerto en nuestra cocina, es posible que Pa no dijera gran cosa cuando Pedersen viniera. Puede que Pa solo le ofreciera a Pedersen un trago y se callara la boca respecto a las cercas. Puede que Pedersen viniera esta mañana. Eso sería lo mejor, porque Pa estaría todavía dormido. Si Pa estuviera dormido cuando Pedersen llegase, no tendría ocasión de hablar de esas cercas, ni de ofrecer a Pedersen un trago, ni de llamar a Pedersen sopla-pollas o máquina de hacer mierda o granjero maricón. Así Pedersen no tendría que rechazar la bebida ni escupir el tabaco de mascar en la nieve o clamar a Dios, y podría coger a su chico y llevárselo a casa. Tenía la esperanza de que Pedersen viniera muy pronto. Esperaba que viniera y sacara ese cuerpo frío y húmedo de nuestra cocina. Tal y como me sentía no pensé que hoy fuera capaz de comer. Sabía que a cada bocado vería cómo preparaban al chico de Pedersen para ser servido a la mesa.
El viento había amainado. El sol ardía sobre la nieve. Pero yo seguía teniendo frío. No quería entrar en la casa, pero
lint ¡iba cómo el frío trepaba sobre mí del mismo modo que • Irbía de haber trepado sobre el chico cuando venía. Tenía que entrar. Miré pero no pude
ver a nadie intentando bajar hacia donde estaba el camino, lodo lo que alcanzaba a ver era una hilera de huellas medio horradas que se tambaleaban sin rumbo sobre la nieve hasta hundirse bajo un montón. No había nada alrededor. Nada de nada: ni un árbol ni un palo ni una mísera roca desnuda ni un arbusto cubierto de nieve sobresalían para indicar el lugar donde aquellas huellas partían del montón blanco, como si ;iIguien hubiera salido de debajo de la tierra.
Decidí rodear la casa y entrar por la parte delantera aunque no se me permitía pasar por el salón. La nieve me llegaba a los muslos, pero yo estaba pensando en el chico extendido sobre la mesa de la cocina en medio de toda esa masa, pegajoso por rl whisky y el agua, como si la primavera hubiera llegado de repente a nuestra cocina, y nosotros sin saber que él había es-lado ahí todo ese tiempo, y que la lápida de su tumba se había
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