Contraseñas, 2010. 254 páginas.
Trad. Sara Gutiérrez.
Un gran descubrimiento; un escritor de relatos magnífico. En este libro se incluyen los siguientes:
Cuatro días
Un suceso
El cobarde
El encuentro
Los pintores
El asistente y el oficial
La noche
La flor roja
La señal
Donde se habla de antimilitarismo (el soldado herido cuatro días al lado del enemigo que acaba de matar, el cobarde que no quiere ir a una guerra absurda), de corrupción (El encuentro), de heroísmo (La señal que intentará dar un guardabarreras para evitar un descarrilamiento).
Me ha gustado Los pintores, diario alterno de dos artistas muy diferentes, acomodaticio uno, en busca del arte el otro, pero sin maniqueísmos. Pero sobre todo La flor roja, donde un loco luchará contra el Mal, encarnado en unas amapolas.
El lenguaje, muy moderno, seguramente gracias a la traducción.
Calificación: Muy bueno.
Un día, un libro (320/365)
Extracto:
Kuzma dormía, tendido cuan largo era, un sueño pesado y agitado; movía la cabeza de un lado a otro y de vez en cuando gemía sordamente. Tenía el pecho descubierto, y vi en él, por encima de la vieja herida, cubierta con un vendaje, dos nuevas manchitas negras. La gangrena había penetrado en profundidad bajo la piel, se había extendido por debajo de ella y había aflorado en dos lugares. Antes de esto ya tenía pocas esperanzas de que Kuzma se curara, pero estos dos categóricos indicios de muerte me hicieron palidecer.
María Petrovna estaba sentada en un rincón de la habitación, las manos caídas sobre las rodillas, y me miraba en silencio con ojos desesperados.
—No se desespere, María Petrovna. Vendrá el doctor y lo mirará; es posible que aún no esté todo perdido. Es posible que todavía podamos ayudarle.
—No, no podremos ayudarle, se muere —susurró.
—Vaya, no podremos ayudarle, se muere —le respondí igual de bajo—. Por supuesto, esto es una gran desgracia para todos nosotros, pero no puede consumirse así por la pena. ¿Se ha visto? En estos días se ha convertido en algo parecido a un cadáver.
—¿Acaso no sabe el tormento que estoy padeciendo estos días? Yo misma no puedo explicarme por qué. Realmente no le amaba, y parece que ahora tampoco le amo como él a mí, pero se muere y se me rompe el corazón. Todo me recordará su mirada fija, su permanente silencio ante mí, a pesar de que sabía hablar y le gustaba hablar. Me quedará para siempre en el alma un reproche: que no me apiadé de él, que no valoré su inteligencia, su corazón, su cariño. Puede ser que esto incluso os parezca ridículo, pero a mí me atormenta la idea de que si le hubiera amado habríamos vivido de otra manera, todo habría sucedido de otro modo, y esta terrible y absurda circunstancia tal vez no se habría dado. Piensas y piensas, te justificas y te justificas, pero en el fondo del alma algo repite: «Culpable, culpable, culpable…».
Llegados a este punto, miré al enfermo —temía que nuestro susurro le despertara—, y vi un cambio en su rostro. Se había despertado y había escuchado lo que María Petrovna estaba diciendo, pero no quería demostrarlo. Sus labios temblaban, sus mejillas se habían encendido, como si su rostro hubiera sido iluminado por el sol, igual que se ilumina el prado mojado y triste cuando corren las nubes que se cernían sobre él y dejan asomar el sol. Seguramente se había olvidado de la enfermedad y del miedo a la muerte; un solo sentimiento había llenado su alma y derramado dos lágrimas de sus temblorosos párpados cerrados. María Petrovna lo miró durante unos instantes como si estuviera asustada, después se ruborizó; una tierna expresión apareció en su rostro e, inclinándose sobre el pobre moribundo, lo besó.
Entonces él abrió los ojos:
—¡Dios mío, qué pocas ganas tengo de morir! —dijo.
Y en la habitación súbitamente se oyeron unos extraños sonidos sordos, como sollozos, completamente nuevos para mis oídos, porque nunca antes había visto a este hombre llorando.
Salí de la habitación. Faltó poco para que yo mismo no me deshiciera en llanto.
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