Alianza editorial, 2006. 228 páginas.
Tit. or. Orlando. Trad. Jorge Luis Borges.
En algún sitio escuché que esta fue la novela que lanzó a la autora a la fama y que en su momento fue un éxito de ventas. Para mí, que soy admirador de Virginia, es su novela que menos me ha gustado.
El argumento es, hay que reconocerlo, original. Orlando es un aristócrata isabelino al que le van sucediendo diferentes aventuras mientras los años pasan hasta que llega al siglo XX. Entre medio viajes, amores y desamores e incluso un cambio de sexo, puesto que después de un sueñecito de siete días se despierta conertido en mujer. Más detalle en la wikipedia: Orlando (novela).
No niego sus virtudes como parodia del género biográfico, ni el tratamiento en su momento novedoso de ciertos tabúes. Pero la prosa no está a la altura de otras joyas como Al faro o Las olas. En solodelibros: Orlando – Virginia Woolf le echan la culpa a la traducción de Borges. Puede ser, pero también que, sencillamente, la obra ha envejecido mal.
Otra reseña más entusiasta: ORLANDO, Virginia Woolf .
Calificación: Bueno.
Extracto:
Pero es sabido que esa atracción romántica suele ir acompañada de una extrema reserva. Orlando no hacía amistades. Hasta donde puede saberse, no se ligó a nadie.
Un apuesto caballero como él, decían, no necesitaba libros. Que dejara los libros, decían, a los tullidos y a los moribundos. Pero algo peor venía. Pues una vez que el mal de leer se apodera del organismo, lo debilita y lo convierte en una fácil presa de ese otro azote que hace su habitación en el tintero y que supura en la pluma. El miserable se dedica a escribir. Y si eso ya es bastante malo en un pobre, sin otra propiedad que una silla y una mesa debajo de una gotera -pues al fin de cuentas no tiene mucho que perder-, el trance de un hombre rico, que tiene casas y ganado, doncellas, burros y ropa blanca, y sin embargo escribe libros, es penoso en extremo. Se le escapa el sabor de todo; lo torturan hierros candentes; lo roen los gusanos. Daría el último centavo (¡tan virulento es ese mal!) por escribir un solo librito y hacerse célebre; pero todo el oro del Perú no puede comprarle el tesoro de una frase bien hecha. Se enferma, cae en una consunción, se vuela los sesos, vuelve su cara a la pared. No importa en qué actitud lo encuentran. Ha atravesado las puertas de la Muerte y conocido las llamas del Infierno.
Poco a poco, Orlando se dio cuenta de que no era idéntica a los gitanos y llegó a vacilar en su decisión de casarse con uno de ellos y establecerse ahí para siempre. Al principio quiso explicárselo, razonando que ella era hija de una raza antigua y civilizada, y que los gitanos eran un pueblo ignorante, apenas superior a los salvajes. Una noche que la interrogaban sobre Inglaterra, no pudo menos que describir con orgullo su casa natal, sus trescientos sesenta y cinco dormitorios y el hecho de que hacía cuatrocientos o quinientos años que estaba en posesión de su familia. Sus antepasados eran condes, y hasta duques, agregó. Al decir esto, notó que los gitanos estaban incómodos; pero no irritados como ante sus elogios anteriores de la naturaleza. Ahora estaban corteses, pero molestos como se ponen las personas bien educadas cuando un forastero declara su pobreza o su origen humilde. Rustem la siguió al salir de la carpa y le dijo que no se preocupara de que su padre fuera un Duque y poseyera todos esos dormitorios y muebles. Nadie, por eso, pensaría mal de ella. Orlando nunca había sentido tanta vergüenza. Entendió que Rustem y los otros gitanos consideraban que una ascendencia de cuatrocientos o quinientos años era menos que modesta. La de ellos remontaba por lo menos a dos mil o tres mil. Para el gitano, cuyos antepasados habían levantado las Pirámides siglos antes del nacimiento de Cristo, ni mejor ni peor que la de los Smith y los Jones: ambas eran insignificantes. Además, en un medio en que el último pastorcito es de tan antigua estirpe, nada hay especialmente memorable o deseable en un viejo linaje: los vagabundos y los pordioseros lo tienen. Y, aunque era demasiado cortés para decirlo abiertamente, era evidente que el gitano pensaba que ninguna ambición es más vulgar que la de poseer cientos de dormitorios (estaban en la cumbre de una colina, era de noche; las montañas crecían alrededor) cuando la tierra entera es nuestra. Desde el puntó de vista gitano, un Duque, entendió Orlando, era una especie de logrero o ladrón que había arrebatado tierra y dinero a quienes la desdeñan, y que no había pensado en nada más ingenioso que en edificar trescientos sesenta y cinco dormitorios cuando basta con uno, y ese uno está de más. No podía negar que sus mayores habían acumulado campo sobre campo, casa sobre casa, dignidad sobre dignidad; pero que ninguno había sido un héroe o un santo o un bienhechor del género humano. Tampoco podía dejar de reconocer (Rustem era demasiado caballero para insistir, pero ella comprendió) que cualquier hombre que hiciera ahora lo que sus antepasados habían hecho trescientos o cuatrocientos años antes, sería considerado -sobre todo por su propia familia- un arribista, un intruso, un aventurero, un nouveau riche.
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