El protagonista viaja en tren desde Moscú hasta Petushki para encontrarse con su amada, pero por el camino beberá grandes cantidades de alcohol en diferentes combinaciones para mantener una borrachera lúcida y alucinada.
Confieso que al principio no le tenía fe, porque las historias de borrachos son un tópico tan utilizado que ya está bastante gastado, pero hacia la mitad del libro, sobre todo cuando empiezan a hablar las gentes del vagón, adquiere, a la vez, una singular ternura y un ambiente onírico que me gustó muchísimo.
Mención aparte el final, que te deja con el corazón en un puño.
Muy bueno.
En compensación, toda ella está tejida de voluptuosidad y de aromas. Hay que olería y no manosearla ni sacudirle en los morros. Una vez intenté contar todas sus curvas más recónditas y no pude: cuando llegué a la veintisiete me había entrado tal languidez que me puse a beber Zubrovka y dejé el cálculo sin acabar.
Pero, desde luego, lo que tiene más bonito son los antebrazos. Especialmente cuando los mueve, se ríe extasiadamente y dice: «¡Ay, Eroféiev, eres un sucio pecador!» ¡Oh, diablesa! ¿Es acaso posible pasarse sin oler una cosa así?
También ella, como es natural, se ponía a veces venenosa. Pero eran tonterías; lo hacía como autodefensa y por alguna otra cosa de mujeres —de ello entiendo muy poco—. De todas formas, cuando llegué a comprenderla del todo resultó que no había en ella veneno, sino frambuesas con nata. Por ejemplo, uno de los viernes en que estaba completamente entonado por la Zubrovka, le dije:
—¡Vámonos, vámonos a vivir juntos para toda la vida! Te llevaré conmigo a Lobnia, te cubriré de púrpura y de visón trenzado, rebañaré algún dinerillo de las cabinas telefónicas y podrás oler algo bueno: por ejemplo, lirios del valle. ¡Vámonos!
Pero ella, en silencio, me hizo la higa con el dedo. Y yo, derretido, acerqué su mano a mi nariz, suspiré y me puse a llorar:
—Pero, ¿por qué…? ¿Por qué…?
Ella volvió a hacerme la higa. Y yo volví a llevarme su mano a la nariz y a llorar de nuevo:
—Pero, ¿por qué? —le suplicaba—. Contéstame: ¿¿¿por qué???
Y entonces ella estalló en sollozos y se colgó de mi cuello:
—¡Loco! ¡Ya sabes por qué! ¡Ya sabes por qué, chiflado!
Después de eso, casi todos los viernes se repetía la misma escena: las lágrimas y las higas. Pero hoy, seguro que decidimos algo, porque este es el decimotercer viernes. Ya me voy acercando a Petushkí. ¡Reina de los cielos…!

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