En este número se incluyen una serie de artículos bajo la palabra ‘Naufragios’, que explican -en algunos casos de manera bella y cruda a la vez- el naufragio de la sociedad en la que vivimos. Un especial sobre García Lorca, incluyendo todas las apariciones en la revista de artículos sobre el tema. Una amplia serie de reportajes sobre el estado del teatro gallego, salas, grupos, incluyendo -sorpresa agradable- un apartado de narración oral. También uno más breve sobre el teatro en Colombia.
Como es habitual se incluyen tres textos teatrales. Moje holka, moje holka de Itziar Pascual y Amaranta Osorio, premio Jesús Domínguez y que se basa libremente en la historia de Vava Schoenova, y que son dos monólogos entre una mujer histórica y una moderna. Personalmente me ha resultado excesivamente plano y obvio, aunque contiene algún momento tierno.
También Lorcas, de Guillermo Heras, donde tres actores que hacen de Lorcas dialogan con ellos mismos. Tampoco ha acabado de convencerme. Finalmente Lorca al vacío de María Velasco, que sin llegar a maravillarme por lo menos tiene momentos muy buenos de lenguaje teatral.
La revista siempre es recomendable.
Nunca sabremos realmente dónde está ítaca. Y eso, lejos de desasosegarnos, debería de ser un alivio. Tendría que resultar tranquilizador contar con -al menos-una certeza, la de que hay lugares que nunca alcanzaremos y que, sin embargo, seguirán siendo nuestro refugio.
Porque la esperanza de conquistar esa isla nos permite continuar navegando, a pesar de que el mar esté lleno de esos lestrigones y cíclopes que amenazaban a Odiseo y que Kavafis nos pedía que no temiésemos. Criaturas mitológicas que, en su versión contemporánea, han cambiado las formas, no su voracidad. Y es fácil ceder al miedo y dejarse llevar por el derrotismo cuando somos conscientes de su proximidad, incluso resulta cómodo asentir ante ese «cualquier tiempo pasado fue mejor» que ningún viajero debería pronunciar jamás. Porque el viaje carece de sentido si no se cree en la posibilidad de arribar a algún lugar donde ser aún más libres. Y, quién sabe, tal vez algo mejores.
1.
Sombra de Lorca.- Señoras y señores, no voy a levantar el telón para alegrar al público Ni mucho menos a declamar el primer monólogo de la Comedia sin título. Juan Diego Boto lo hacía en esa película sobre la guerra de Irak, pero no poseo el acento ni el sex-appeal argentinos. Yo vengo para pedir perdón, en nombre de la compañía, por todo cuanto aquí va a suceder. Au-to-jus-ti-fi-car-nos. Al fin y al cabo, un teatro y un cine son simplemente lugares climatizados. Yo he visto a indigentes pagar su entrada a los Cines Doré para dormir la siesta al calor. Mejor dormirla, si no con un cuerpo al lado, con el rumor de una película muda y la caricia de un piano.
Las colas de la taquilla abultaban como las de un comedor social: los desposeídos comiendo medio libro y leyendo un pan.
No obstante, no disculpo al autor ni eximo a los cómicos de su responsabilidad. ¡Dios me libre! El deber de un autor, de un poeta, es decir «¡Oh qué hermosas margaritas!» aun cuando le disparan dos balas en el culo, «¡por marica!» y sonreír en todas y cada una de las firmas de libros. No me vale un justificante de mamá ni del médico familiar: «Mi hijo no puede hacer la gimnasia, que tiene un soplo al corazón».
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