Varios. Pequeñas resistencias 4.

noviembre 1, 2024

Varios, Pequeñas resistencias 4
Páginas de espuma, 2005. 326 páginas.

Antología de relatos de diferentes autores de EEUU, México y el caribe. Una selección infame. Los cuentos de Estados Unidos son tan malos que estuve pensando en dejar el libro. Yo que no dejo nunca nada sin acabar y menos un libro de relatos. Después la cosa mejora un poco, pero estoy seguro que el primero que leí de México, de Bellatin, sufrió por tener tanta cosa mala antes, me pareció regular.

Por desgracia aunque luego mejora algo en pocos momentos levanta el vuelo. Me han gustado muy pocos cuentos: Cinco hombres y un desnudo de Ana Clavel y El último verano de Pascal de Cristina Rivera-Garza son los mejores. Los de México y alguno de Cuba no están mal, pero tampoco son para tirar cohetes.

Estoy seguro de que hay mejores cuentistas en esos países que los aquí antologados, porque la selección es un desastre. He intentado buscar alguna otra reseña del libro a ver si soy yo que me he vuelto un cascarrabias pero como ahora google es lo que es, he sido incapaz de encontrar ninguna, así que se tendrán que fiar de mi opinión.

Muy malo.

Siempre el Paraíso
Se transformaba a cada instante. Huía sin remedio. Era un cazador profesional. Capaz de introducirse en una sinagoga con dulces para ofrecer a los presentes mientras atisbaba la apartada sección de mujeres, convertida en un súbito harem. O de aprender húngaro para conversar con la madre de su siguiente conquista. También le daba por asumir formas proteicas: pez, chupamirto, lobo, araña. Yo lo amaba en cada una de sus facetas y lo esperaba después de cada cambio. Mientras tanto, me derramaba en otros continentes, pero en cada travesía siempre lo buscaba a él. Me maravillaban sus artes metamórficas, su capacidad líquida para escurrirse entre las manos. Por supuesto, deseaba apresarlo, proclamar que ese hombre múltiple era sólo mío.

Un día llegó a mi casa extenuado. Sus ojos urgían una tregua. Se quedó dormido entre mis brazos como agua escondida. Cabía en un cuenco, un simple vaso. Podía beberlo sin prisa. Pero me contuve, sospeché la tristeza de Dalila, el dolor de Salomó, y me contuve.

«Tuve un sueño raro», me dijo al despertar. «Eras una mujer de agua que dormía en el lecho de un valle. Hombres que venían del desierto te descubrían y te deseaban: querían poseerte —yo entre ellos—. Te forzábamos. Te resistías. La sed iba en aumento, imperiosa, tiránica: terminábamos por beberte. Aún paladeaba el último sorbo —el cuenco líquido de tu cadera, creo— cuando de pronto lo supe: una nueva sed, rotunda y desesperanzada, comenzaba a secarme el alma.»

Y guardó silencio. Busqué sus ojos y él los míos. Por primera vez desnudos desde la última ocasión en que escapamos juntos del Paraíso.

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