Dronte, 1975. 144 páginas.
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Bajo una impresionante portada de Nazario se nos presenta una selección de cuentos del aventurero Northwest Smith, escritos por Catherine L. Moore más o menos por la misma época en la que Lovecraft y su círculo escribían los suyos y publicados en revistas parecidas.
El esquema siempre es el mismo. El aventurero descubre una damisela en apuros y, pese a que es un cínico, siempre se anima a echarle una mano. Para que nos hagamos una idea, un Han Solo de los años 30. Esto le conduce a problemas bien gordos, bien porque la damisela es en realidad un mal bicho, bien porque le arrastran a enfrentarse con diferentes monstruos que se mueven entre lo sobrenatural, el horror cósmico y diferentes grados de vampirismo espacial. Siempre sale adelante a base de fuerza de voluntad y su pistola de rayos.
Se podría decir que el esquema ha envejecido mal de no ser porque cuantas obras actuales utilizan cosas parecidas. Tiene un sabor camp que le da atractivo y además yo soy fan de la autora porque junto con su marido Kuttner crearon un pseudónimo Lewis Padgett cuyas obras me fascinan.
Bueno.
El cabecilla de la banda —un corpulento terrestre, con uniforme de cuero hecho jirones del que había sido arrancada la insignia de la Patrulla— se quedó mirándolos fijamente durante un momento, y una extraña expresión de incredulidad que apareció en su rostro sustituyó a la salvaje exultación de la caza. Luego, lanzó un profundo bramido:
—¡Shambleau!
Y se precipitó hacia delante. Tras él, la muchedumbre repitió el grito:
—¡Shambleau! ¡Shambleau! ¡Shambleau!
Y se apresuró a seguirle.
Apoyado indolentemente contra la pared, con los brazos cruzados y la mano que empuñaba la pistola descansando sobre su antebrazo izquierdo, Smith parecía incapaz de cualquier movimiento rápido. Sin embargo, al primer paso hacia delante que dio el cabecilla, la pistola describió un semicírculo bien ensayado y el relámpago de calor blanco-azulado que brotó de su boca dibujó un arco y chamuscó el pavimento de lava que se hallaba cerca de sus pies. Era aquél un gesto muy antiguo, y ninguno de los hombres del gentío lo ignoró. Los que iban en cabeza retrocedieron rápidamente, atropellando a quienes venían detrás, y, durante un momento, hubo confusión, mientras las dos oleadas se encontraban y se debatían entre sí. La boca de Smith se curvó en un rictus siniestro mientras esperaba. El hombre con el mutilado uniforme de la Patrulla alzó un puño amenazante y se acercó hasta el borde mismo de la acera, mientras la muchedumbre oscilaba a uno y otro lado, detrás de él.
—¿Vais a cruzar esa línea? —preguntó Smith, con una voz ominosamente dulce.
—¡Queremos a esa chica!
—¡Venid y lleváosla!
Temerario, Smith se rió en su rostro. Sentía el peligro, pero su desafío no era un gesto tan alocado como parecía. Experto psicólogo de masas con larga experiencia, no olfateaba el asesinato. Nadie de la multitud había sacado una pistola. Querían a la chica como resultado de una inexplicable sed de sangre que él no conseguía comprender, pero su furia no iba dirigida hacia él. Podía esperar algún maltrato, pero su vida no corría peligro. Si las pistolas hubieran tenido que salir a relucir ya hubiesen aparecido. Por eso esbozó una sonrisa ante el airado rostro del hombre y se apoyó indolentemente contra la pared.
Detrás de quien se había autoerigido en su jefe, la muchedumbre se agitaba impacientemente, y las voces amenazantes comenzaron a alzarse de nuevo. Smith oyó a la joven gemir a sus pies.
—¿Qué queréis de ella? —inquirió.
—¡Es una Shambleau! ¡Una Shambleau, loco! ¡Échala a patadas de ahí…! ¡Nosotros nos ocuparemos de ella!
—Ya me estoy ocupando yo de ella —dijo Smith, arrastrando las palabras.
—¡Es una Shambleau, ya te lo de dicho! ¡Malditas sean tus tripas, tío, nunca dejamos que sigan viviendo esas cosas! ¡Échala a patadas de ahí!
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