Varios. Las paradojas del tiempo.

diciembre 30, 2022

Varios, Las paradojas del tiempo
Dronte, 1982. 128 páginas.

Incluye los siguientes reatos:

Robert Sheckley, Ladrón en el tiempo
William F. Nolan, Sobre el tiempo y Texas
Derek Lane, El programa del destino
Romain Yarov, El fundador de la civilización
Lewis Padgett, El armario temporal
Sandro Sandrelli, El cruce

Mis preferidos son Ladrón en el tiempo donde un científico que supuestamente descubrirá el viaje en el tiempo se ve lanzado a una aventura intertemporal causada por el mismo y El armario temporal, un invento de la parte borracha del científico Gallagher (aquí con el nombre cambiado a Galloway), una creación genial del matrimonio Kuttner-Moore cuyas aventuras en castellano sólo se pueden encontrar en antologías o tomos sueltos, por desgracia.

Un científico que abre una puerta temporal al pasado con desastrosas consecuencias, un reality que presenta la vida futura, un crononauta que sufre una avería en el pasado y un choque temporal son el resto de relatos que complementan con solvencia este volumen.

Bueno.

Galloway tocaba de oído, lo que podría haber estado bien si hubiera sido músico… pero era un científico. Un científico borracho y errático, pero bueno. Había deseado ser un técnico experimentador, y hubiera resultado excelente en esa tarea, pues, a veces, tenía un destello de genio. Desafortunadamente, no había tenido dinero para una tal educación especializada, y ahora Galloway, que profesionalmente era supervisor de máquinas integradoras, mantenía su laboratorio simplemente como hobby. Era el laboratorio de aspecto más extraño en seis estados. Galloway había pasado diez meses construyendo lo que él llamaba un órgano de licor, que ocupaba la mayor parte del espacio disponible. Podía reclinarse en un sillón confortablemente tapizado y, manipulando botones, verter bebidas en maravillosa cantidad, calidad y variedad hacia su encallecida garganta. Dado que había fabricado el órgano de licor durante un largo período de borrachera, no lograba recordar los principios básicos de su construcción. En cierta manera, esto era una verdadera pena.
Había un poco de todo en el laboratorio y, en mayor parte, eran cosas incongruentes. Los reos tatos estaban ataviados con pequeñas falditas, como bailarinas de ballet, y tenían caras sonrientes hechas con arcilla. Un generador llevaba el nombre de «Monstruo», y otro, mucho más pequeño, ostentaba el de «Burbujas». Dentro de una retorta se veía un conejo de porcelana, y sólo Galloway sabía cómo había logrado meterlo allí. Justo junto a la puerta había un monstruoso perro de hierro, originalmente pensado para los jardines Victorianos, o quizá para el infierno, y sus orejas, ahuecadas, servían como soportes para tubos de ensayo.
– Pero, ¿cómo lo haces? -preguntó Vanning.
Galloway, con su enjuta figura reclinada bajo el órgano de licor, lanzó un martini doble hacia el interior de su boca.
– ¿Eh?
– Ya me has oído. Podría conseguirte un excelente trabajo si usases ese loco cerebro tuyo. O, al menos, aprendieses a hacer ver que lo utilizabas.
– Lo intenté -murmuró Galloway -No sirve. No puedo trabajar cuando me concentro, excepto en cosas mecánicas.
Creo que es mi subconsciente el que debe de tener un alto C.I.
Vanning, un obeso hombrecillo con rostro enrojecido y cubierto de cicatrices, golpeó sus tacones contra Monstruo. A veces, Galloway le irritaba. Aquel hombre jamás se daba cuenta de su capacidad potencial, o de lo que ésta podía representar para Horace Vanning, Analista Comercial. Naturalmente, el «comercio» era extralegal, pero las complicadas relaciones de negocios de aquella época dejaban muchos agujeros por los que podía deslizarse un hombre astuto. En realidad, Vanning trabajaba como asesor de personas deshonestas. Era un buen negocio. En aquellos días era raro un profundo conocimiento de la jurisprudencia: los estatutos estaban tan liados, que eran necesarios años de investigaciones antes de que uno lograse siquiera entrar en una facultad de leyes. Pero Vanning tenía un equipo de expertos muy buenos, una colosal biblioteca de transcripciones, decisiones y datos legales, y, por una cantidad adecuada, le podría haber dicho al mismo Landrú cómo salir libre.

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