Varios. Escritoras árabes.

septiembre 17, 2019

Varios, Escritoras árabes
Icaria, 1999. 140 páginas.

Recopilación de los siguientes relatos:

Vista lejana de un minarete, Alifa Rifaat
Mimuna, Leila Houari
La ida, Layla Al- Uzmán
Parque de atracciones, Hanan Al-Shayj
Zínat en el entierro del presidente, Salwa Bakr
Un secreto y una muerte, Sharifa Al-Shamlán
El molino perdido, Emili Nasrallah
La tía de Rafiq, Daisy Al-Amir
Ciudad de cartón, Ibtihal Salem
Encuentro, Liana Badr
En el paraíso no hay sitio para ella, Nawal El Saadwi

Que me han fascinado y sorprendido por su calidad y por la falta de traducciones de las autoras no ya al castellano, sino al inglés. Llegué buscando un cuento de Rifaat cuya vida da que pensar:

Nació en El Cairo en 1930 y murió en 1993. Su padre, ingeniero, pensaba que las chicas no debían realizar nada más que estudios primarios. Ella quiso estudiar en la Escuela de Arte pero hubo de abandonar la idea al casarla sus padres con su primo, un policía, con quien llegó a residir en diferentes lugares del interior de Egipto. Sólo conocía la lengua árabe y escribió su primer cuento con nueve años, pero no empezó a publicar hasta los diecisiete. Su relato Mi mundo secreto tuvo tal resonancia que su marido le prohibió que siguiera escribiendo, y ella accedió a no publicar nada más, sin embargo continuó escribiendo relatos en la intimidad de su cuarto de baño. Al morir él, en 1974, publicó dieciocho cuentos, la mayoría de ellos en la revista literaria Al Zaqafa al usbuiya, y al año siguiente vio la luz su primera colección de cuentos, Eva trae a Adán de vuelta. En 1981 apareció una segunda, ¿Quién será el hombre? En 1984 fue publicada en Londres la colección de relatos Vista lejana de un minarete, a la que pertenece el presente relato.

Su cuento es magnífico, lo reproduzco al final. He sido incapaz de encontrar nada de esta autora por ninguna parte. Del resto de relatos me han gustado Mimuna,La ida o Zinat en el entierro del presidente. Una antología tan recomendable como poco encontrable.

Magnífica.

VISTA LEJANA DE UN MINARETE
Con los ojos entornados miró a su marido: echado sobre el costado derecho, tenía su cuerpo entrelazado con el de ella e inclinaba la cabeza sobre su hombro derecho. Como siempre en tales ocasiones, sintió que él habitaba en un mundo completamente distinto del suyo, un mundo del que había sido excluida. Sólo a medias consciente de los movimientos del cuerpo del marido, volvió la cabeza hacia un lado y miró fijamente el techo, notó que había una telaraña. Se dijo a sí misma que tendría que sacar la escoba de palo largo y quitarla.
Al principio de estar casados, había querido que él sintiera el deseo que ardía en su interior intentando prolongar el acto, al ser entonces demasiado vergonzosa y tener muy presentes los convencionalismos como para expresar tales deseos abiertamente. Más tarde, sintiéndose a punto de experimentar aquello que algunas de sus amigas casadas contaban veladamente, había hallado el coraje para ser explícita acerca de lo que quería. En dichos momentos le había parecido que todo cuanto necesitaba era justo un movimiento más y su cuerpo y su alma cesarían de arder, que una vez alcanzado ese instante ambos sabrían repetir la experiencia. Pero entonces, cuando sin aliento le imploraba que siguiera, él —como para privarla del gozo a propósito— apresuraba sus movimientos y llevaba el acto a un abrupto final. A veces había intentado mantener el rítmico movimiento un poco más, pero él la interrumpía siempre. La última vez que hiciera tal tentativa, tan desesperada estaba en el momento crítico que le había clavado las uñas en la espalda, obligándole a permanecer en su interior. Pero él pegó un grito a la vez que la empujaba y salía de ella:
—¿Estás loca, mujer? ¿Es que quieres acabar conmigo?
Fue como si aquellas palabras la hubieran tatuado con una imborrable marca de vergüenza en lo más profundo de su ser, tanto que cada vez que pensaba en el incidente sentía que se ruborizaba. Desde entonces se había sometido a su papel pasivo, diciéndose a veces: «Quizás sea yo quien esté equivocada. Quizás sea excesiva en mi demanda y no esté reaccionando ante él como debiera».
En alguna ocasión él le había hecho ver que había tenido relaciones con otras mujeres, y a veces sospechaba que tal vez aún tuviera algún asunto por ahí y se sorprendía de que la idea ya no la perturbara.
De repente, sus movimientos más y más rápidos la sacaron de sus pensamientos; se volvió hacia él y le observó luchando en ese mundo que habitaba a solas. Sus ojos se cerraban con mucha fuerza, los labios se le torcían hacia abajo en una fea contorsión, y las venas tomaban relieve en su cuello. Sintió la mano de él en su pierna, agarrándola por encima de la rodilla, apretándola hacia un lado según sus movimientos se hacían más frenéticos. Miró fijamente su propio pie que apuntaba ahora hacia la telaraña y se dio cuenta de que tenía que cortarse las uñas.
Como otras veces en tal momento, oyó la llamada a la oración de la primera hora de la tarde filtrándose por la contraventana cerrada y devolviéndola a la realidad. Con un gemido se soltó él de su muslo e inmediatamente se retiró. Cogió una toa-Hita de debajo de la almohada, se la enrolló, le dio la espalda y se echó a dormir.
Ella se levantó y medio cojeando llegó hasta el baño, se sentó en el bidé y se lavó. Ya no sentía ningún deseo de completar el acto ella sola, como solía hacer en los primeros años de matrimonio. Luego, bajo la ducha, dejó que el agua caliente le cayera primero sobre el lado derecho y después sobre el izquierdo, reci-
tando la fórmula religiosa según el agua corría por su cuerpo1. Al terminar, se envolvió el pelo empapado en una toalla y se anudó otra más grande bajo las axilas. De vuelta a la alcoba, se puso una larga bata, y a continuación cogió de lo alto del armario la alfombrilla de rezar y salió cerrando la puerta.
Al pasar por el salón el sonido de la música pop le llegó desde el cuarto de su hijo Mahmud. Sonrió al imaginarle tendido en la cama, con el libro de clase entre las manos; le asombraba su poder de concentración en medio de tal ruido. Cerró la puerta del salón, extendió la alfombra en el suelo y empezó sus rezos. Tras realizar la cuarta postración, se sentó en un lado de la alfombra y fue desgranando las alabanzas al Todopoderoso de tres en tres, ayudándose a contar con los nudillos de los dedos. Era el final del otoño y la hora para la oración de la puesta de sol no tardaría mucho en llegar, se regocijó ante la idea de que pronto estaría de nuevo rezando. Las cinco oraciones diarias eran como señales que dividían y daban sentido a su vida. Cada oración tenía para ella una cualidad que la distinguía, así como cada comida tenía su propio sabor. Dobló la alfombra y salió al pequeño balcón.
Sacudió el polvo de la silla de mimbre y se sentó mirando hacia abajo, hacia la calle, desde el sexto piso, siendo asaltada por el estruendo de los autobuses, las bocinas de los coches, los gritos de los vendedores ambulantes y el ruido, a cada cual más estridente, de las radios de los pisos vecinos. Las nubes de humo ascendiendo desde los tubos de escape velaban la vista del alto y solitario minarete que se divisaba entre dos torres de apartamentos. Este minarete —uno de los dos de la mezquita del Sultán Hasán—, y sobre él una fina franja de la Ciudadela, era todo cuanto quedaba ahora de la vista panorámica que había tenido en otros tiempos del viejo Cairo, con sus innumerables mezquitas y minaretes recortándose sobre el fondo de las colinas del Muqattan y de la Ciudadela de Mohamed Alí.
Antes de casarse había soñado con vivir en una casa con un pequeño jardín en algún tranquilo lugar de la periferia, como Maadi o Heluán. Pero, viendo que eso significaría para el marido un largo camino hasta su trabajo en el centro de la ciudad, había aceptado instalarse en este piso por sus hermosas vistas. Mas con el paso de los años, habían ido surgiendo edificios por todas partes, reduciéndose gradualmente la vista. Con el tiempo, este único minarete terminaría también quedando escondido tras algún nuevo edificio.
Consciente de la proximidad de la llamada del almuédano, dejó el balcón y fue a la cocina a preparar el café del marido. Llenó de agua el cacillo turco de cobre y añadió una cucharada de café y otra de azúcar. Cuando estaba a punto de hervir lo retiró del fuego y lo puso en la bandeja con la taza, a él le gustaba que el café fuera servido en su presencia. Esperaba encontrarle sentado en la cama fumando un cigarro. La extraña postura de su cuerpo retorcido la hizo pensar de inmediato que algo pasaba. Se acercó a la cama y vio los ojos fijos en el vacío y súbitamente fue consciente del olor a muerte en el cuarto. Salió y dejó la bandeja en el salón antes de pasar a la habitación del hijo. Éste alzó los ojos del libro al verla entrar, y, apagando rápidamente la radio, se levantó:
—¿Qué pasa, mamá?
—Tu padre…
—¿Le ha dado otro ataque?
Asintió moviendo la cabeza y dijo:
—Ve donde los vecinos de abajo a telefonear al doctor Ramzi. Dile que venga enseguida.
Regresó al salón y se sirvió el café que había preparado para el marido. Le sorprendía lo tranquila que se encontraba.

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