Tusquets, 1999. 208 páginas.
Navidades calentitas
Lo tomé prestado de la bilioteca por el título, a ver si encontraba cuentos para mis sesiones de temática erótica o navideña, sin mayores expectativas. Pero me ha sorprendido la calidad de la selección, que incluye los siguientes relatos:
Prólogo, de Luis García Berlanga
Dorso de diamante, Mayra Montero
Sola esta noche, Manuel Talens
Ideogramas húmedos, Mercedes Abad
Nochebuena con nieve, Leonardo Padura Fuentes
La amiga de mamá, Javier Cercas
Dulces sueños, Eduardo Mendicutti
El niño y la sirena, José María Álvarez
El sabor, Felipe Benítez Reyes
Un árbol en el jardín, Ana María Moix
Otra Navidad en familia, Luis Antonio de Villena
El hogar del fuego, Andrés de Luna
Tres reyes, Abilio Estévez
Perro negro, Irene González Frei
La anodina y fea portada no me hizo sospechar la alta calidad literaria del contenido. Además dos de los cuento ya los había oído a otros narradores que debieron pensar lo mismo que yo. En ocasiones el erotismo te hace subir la temperatura, en otras es la ternura o el humor lo que te atrae, pero casi todos los cuentos me han gustado mucho. Tanto que me apena tener que devolverlo a la biblioteca.
El único pero es que la relación del cuento con la navidad es muchas veces circunstancial, podrían transcurrir en semana santa o un día de cada día. Por eso los que están realmente unidos a la navidad tienen más valor.
Calificación: Muy bueno.
Un día, un libro (154/365)
Extracto:
En la bulliciosa ciudad de Istahad había una vez un joven talabartero, de nombre Asrum, que, nada más dar término a sus faenas, cerraba su taller y se iba por las huertas anochecidas a robar fruta, pues era mucha la afición que a su dulzor le había cogido y era mucho el dinero que esa afición le costaría si no le diese satisfacción mediante el hurto.
Le gustaban a Asrum los dátiles, sí, y los célebres nísperos de las tierras de Játuba, y los carnales damascos; cualquier fruta le gustaba en realidad, pero de todas ellas sentía predilección por los frutos morados de la higuera breval, y a cestas los robaba él cuando era temporada.
Un día de tantos, aunque especialmente caluroso, se hallaba Asrum sentado a la puerta de su taller, repujando pellejos, cuando oyó casualmente una conversación entre dos vecinos: «Escucha lo que voy a decirte, Karim Al-Hahchah: si los higos de las mujeres tuviesen el mismo sabor que los higos que dan las higueras de Egipto, ellas serían felices por comidas y nosotros dichosos por glotones. Ten en cuenta, además, que si el higo de las mortales tuviese sabor a higo verdadero, más nos valdría prevenirnos de imaginar siquiera qué sabor habrían de tener los higos de las huríes que nos esperan impacientes en el Paraíso», y ambos vecinos rompieron a reír.
Tras oír este descabellado parlamento, Asrum dejó la gubia en su regazo y se puso a meditar: «Creo que en esa obscenidad que acabo de oír se esconde la llave de mi buenaventura: sólo lograré ser feliz si encuentro a una mujer cuyo sexo tenga sabor a higo de higuera breval, pues ése es el sabor que más me gusta». Y no es que Asrum tuviera la razón extraviada, según pudiera desprenderse de esta insensata conclusión, sino que de repente se había acordado de la enseñanza que le ofreció una vez un mago hambriento y errante, natural de Catay, a cambio de una torta de avena: «El sabor de tu vida dependerá del sabor de la fruta que comas. Si comes frutas acidas, acida será tu vida. Si dulces, dulces serán tus días sobre la Tierra. Si insípidas, serán insípidas tus horas. Todo depende de la fruta que elijas morder en la vida. Y, por raro que parezca, se puede elegir en muchos casos». En su día, Asrum, como es natural, atribuyó este consejo a la afición legendaria de los de Catay a la alegoría y a la parábola, pues de suyo son las gentes de allí muy aficionadas a componer guirnaldas de lotos y de alas de mariposa con el más inconsútil de los pensamientos, pero de pronto, al recordarlo, se le reveló aquel consejo con la contundencia de un dogma: «El sabor. Todo depende del sabor», se dijo Asrum, «y a mí me gusta, más que cualquier otra, la fruta que da la higuera breval, de modo que si quiero ser feliz, debo encontrar a una mujer que me respete y que tenga sabor a breva, y espero que Alá no me confunda en esa búsqueda, sino que, por el contrario, me ilumine en ella, pues ha de resultarme sin duda fatigosa», pensó Asrum, meditabundo, y prosiguió: «He oído a los hombres contar muchas cosas sobre los cuerpos de las mujeres, pero jamás he oído a nadie decir que alguna de ellas tuviera en la parte más secreta de sí el sabor de la breva. La textura sí, pero no el sabor».
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