Icaria, 1989. 284 páginas.
Decepción
No recordaba tener este libro, que apareció en el traslado y posterior meneo de mi biblioteca, pero decidí volver a ponerlo en la lista. Una colección de cuentos ambientados en Barcelona:
El merodeador y su presa, Rafael Argullol
Tibidabo, Jorge Bonells
R.S.I., Alberto Cardín
El porvenir de la carne, Marcelo Cohén
El loro de Fidel, Ramón de España
Calle, por favor, Nina Fabriano
¡Adiós Luna Madison!, Lluís Fernández
Las doce campanadas, Roberto Fernández-Sastre
Episodios de la juventud de Ratón y Mono, Ernesto Fontecilla
La ciudad robada, Laura Freixas
Muntaner 448, Javier Carda-Sánchez
Un punto de humedad en el aire, Clara Janes
Búfalos, Ignacio Martínez de Pisón
Blanco y Tintín, Juan Miñana
Barcelona, 92, Ana Ma Moix
Gorda Ágata, Raúl Núñez
El profesor y el librero asesino, Montserrat Roig
Sueño de una noche de Verano, Jaime Rosal
El único, Rafael Sender
El viaje, Javier Tomeo
Bajada de la gloria, Ignacio Vidal-Folch
Sobre el papel, José Ma Viladomat
La hora de los cansados, Enrique Vila-Matas
Las desventuras de un hijo de Saturno,Pedro Zarraluki
A pesar de la cantidad de nombres ilustres, la verdad es que son todos bastante mediocres, si bien lo leí después de otras dos antologías más potentes y a lo mejor eso me influyó. Pero no lo recomendaría -aunque debe ser inencontrable.
Calificación: Regular.
Un día, un libro (109/365)
Extracto:
De repente, mi perseguido, como si quisiera darme un respiro, se detiene frente al escaparate de una tienda de objetos religiosos. Yo avanzo con calma, pegado a la pared, pegado a los escaparates, ahora sin prisas. Le alcanzo, me sitúo a su lado, veo que está espiando el interior de la tienda, donde un negro está comprando una estatuilla del Niño Jesús de Praga. Voy a decirle algo al viejo cuando el negro sale disparado hacia la calle, muy feliz con su compra, y el viejo gira en redondo y le sigue. Al negro se le ve muy feliz, pero a los veinte pasos se convierte en un hombre repentinamente cansado. Va frenando su marcha hasta acabar andando muy despacio, casi arrastrando los pies, como si la compra le hubiera dejado extenuado, o como si le hubiera llegado de pronto esa hora en la que uno se siente ya irremediablemente cansado. Detrás suyo, el viejo también reduce su marcha. Y sólo ahora me doy cuenta de que mi perseguido debe llevar rato persiguiendo al negro, quien no parece que sospeche nada y a buen seguro se llevaría una sorpresa si descubriera la espontánea procesión que se ha organizado detrás suyo.
Los tres, muy fatigados, como si nos hubiéramos contagiado mutuamente de cierto cansancio, enfilamos la calle de Banys Nous a un ritmo muy parsimonioso. El negro es un individuo corpulento y muy elegante, de unos cincuenta años, con aspecto de boxeador tierno y cansado. Es ya del todo evidente que no sospecha nada, porque de pronto se detiene, muy confiado, a contemplar su flamante adquisición. La eleva por encima de los hombros, como si quisiera consagrarla en un altar imaginario. Detrás suyo, y para no adelantarle, el viejo se ha detenido en seco, y yo imito esa inmovilidad. Componemos una curiosa procesión de Jueves Santo. Se suceden luego unos raros e interminables minutos hasta que por fin el negro reemprende su lenta marcha y, tras otros minutos que parecen eter-
nos, acaba entrando en un bar, donde pide una cerveza y luego otra y después otra. De vez en cuando se ríe a solas y muestra dientes de caníbal. Al otro lado de la barra, el viejo no pierde detallé de la ceremonia etílica, mientras yo, justo al lado del viejo; no pierdo detalle de su obsceno espionaje. Nos demoramos tanto los tres en los gestos que el camarero pierde la paciencia y se revela como un perfecto alérgico a cualquier tipo de manifestación de cansancio y, sabiendo que nos hallamos en pleno crepúsculo, es decir, en esa hora en que hasta las sombras se fatigan, se pone a trabajar como un loco mientras nos envía terribles miradas de odio. Si pudiera, este camarero nos fusilaría sin la menor contemplación. Y yo me pongo en pie de guerra y me digo que ya va siendo hora de que todos los cansados de este mundo unamos nuestras fuerzas para acabar de una vez por todas con tanta injusticia y estupidez.
Mientras me digo todo esto, el viejo se dedica a buscar algo en su maletín. Por el tictaqueo que detecto, imagino que debe tratarse de un reloj despertador. Pero no es eso lo que extrae del maletín, sino una carpeta roja, con una gran etiqueta en la que puede leerse: «Informe 1763. Averiguaciones sobre las vidas de los otros. Historias que no son mías». En el interior de la carpeta hay multitud de folios, repletos de anotaciones hechas a lápiz o bolígrafo. El viejo anota apresuradamente algo en los papeles, y poco después cierra la carpeta, la introduce en el maletín, mira al techo, y silba una habanera. Bonita manera de disimular, me digo por decirme algo, pues en realidad no acierto a descifrar en qué consiste exactamente la actividad del viejo. Doy vueltas al asunto, y acabo preguntándome si tal vez no será un indagador, un perseguidor de vidas ajenas, una especie de ocioso detective, un cuentista.
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