Ueda Akinari. Cuentos de lluvia y de luna.

marzo 15, 2023

Ueda Akinari, Cuentos de lluvia y de luna
Trotta, 2002. 270 páginas.
Tit. or. Ugetsu monogatari. Trad. Kazuya Sakai.

Incluye los siguientes cuentos:

Shiramine
Cita en el día del crisantemo
La cabaña entre las cañas esparcidas
Carpas como las soñadas
Buppósó
El caldero de Kmrrsu
La impura pasión de una serpiente
El capuchón azul

La edición viene precedida de un extenso prólogo que nos pone en contexto de la cultura de Japón en la época, nos da noticias bibliográficas del autor y nos explica cada uno de los cuentos (esta parte la fui leyendo tras acabar la lectura de los mismos). Cada cuento cuenta, además, con numerosos pies de página para explicar quienes son algunos de los protagonistas.

Todos los cuentos tienen alguna presencia sobrenatural, en general fantasmas que tienen cuentas pendientes que solucionar, promesas que cumplir o deseos de venganza. Pero a pesar de lo que me gustan estos temas y de que se afirma en el prólogo que el autor es un pilar de la literatura japonesa, a mí me han parecido unos cuentos bastante trillados y aburridos. Algunos son adaptaciones de cuentos chinos.

Personalmente, no me ha gustado.

Quienes acompañaban al vicegobernador quedaron perplejos al oír esto, y le urgieron a explicar cómo era que conocía tantos detalles. Kógi dijo:

—Os lo explicaré. Ultimamente el sufrimiento por la enfermedad se me había hecho intolerable, y buscando aliviar la fiebre, sin advertir que estaba muerto, franqueé el portal del templo con la ayuda del bastón, y sentí como si me hubiese librado del mal con esa sensación del pájaro cautivo que vuelve a volar hacia las nubes. Anduve y anduve por montes y aldeas hasta que, sin darme cuenta, me encontré al borde del lago. A la vista de las azules aguas surgió en mi espíritu, que oscilaba entre sueño y realidad, el deseo de bañarme; así fue como allí mismo me quité la ropa, y de un salto me sumergí en lo más profundo, nadando de aquí para allá con extrema facilidad y a mi placer, pese a que desde mi infancia nunca habla sido un buen nadador. Ahora que lo pienso, puede que haya sido la ilusión de un sueño absurdo. Sin embargo, el hombre que nada en la superficie no puede gozar del deleite que siente el pez dentro del agua. Sentí entonces el deseo de sumergirme y retozar como los peces. Junto a mí se encontraba un enorme pez, que me dijo: «Lo que deseáis, Maestro, es muy sencillo. ¡Aguardad, os lo ruego!». Lo vi alejarse hacia la profundidad del lago, y algo más tarde, montado a caballo sobre el mismo pez, surgió de la hondura un personaje con toca y traje ceremonial, acompañado de un numeroso séquito de toda clase de peces, que dirigiéndose a mí anunció: «El Dios de las Aguas ha manifestado: “Vos, venerable monje, adquiristeis gran mérito liberando a seres vivientes. Ahora que deseáis penetrar en las aguas y poder retozar como los peces, se os entregará por un tiempo un manto de capa dorada, para que podáis gozar de los placeres del mundo de las aguas. Os advertimos solamente que, seducido por el aroma de una camada, no vayáis a perder la vida suspendido en el sedal de una línea de pesca”». Y dicho esto desapareció. Absolutamente atónito, recorrí mi cuerpo con la vista para descubrir que, recubierto de escamas de dorado esplendor, me hallaba transformado en una carpa. Sin siquiera extrañarme moví la cola, agité las aletas y comencé a nadar a mi antojo. Primero me dejé llevar por las olas que levanta el viento que baja del monte Nagara; luego, hallándome en las playas abiertas de una gran bahía, me sorprendió el ruido de pasos de los transeúntes que pasaban mojando el borde de sus trajes; quise ocultarme sumergiéndome en la profundidad donde se reflejan las imágenes de las montañas, pero se me hacía muy difícil, pues me atraían sin remedio, como en un sueño, los fuegos que encendían los pescadores. Ya era media noche; la luna que se demora en lo más alto del cielo sobre el Monte del Espejo inundaba de límpida claridad todos los puertos, cada uno de los ochenta repliegues de las ochenta abras, lo cual no dejaba de ser un grato espectáculo. Pasando por unos islotes encontré maravilloso el rojo cercado del templo shintoísta reflejado en las olas.

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