Penguin Random House, 2019. 112 páginas.
Tit. or. Beton. Trad.Miguel Sáenz.
Monólogo obsesivo de un musicólogo que lleva diez años intentando escribir sobre Mendelssohn Bartholdy pero, a pesar de la gran cantidad de material que ha reunido, es incapaz de empezar. Porque la primera frase es importante y todo tiene que ser perfecto, y hay muchas interrupciones: su hermana, el buen o mal tiempo, sus múltiples enfermedades…
Las obras de Bernhard son un género en sí mismas. Divagaciones encadenadas con un sentido del ritmo envidiable, conversaciones que se van yendo por las ramas, en ocasiones obsesivas como en este hormigón, que dan ganas de zarandear al protagonista o de acunarlo como un bebé, pero que de repente saltan a una tragedia ajena y que en general te dejan en tierra de nadie.
Todo esto se aguanta por el uso de un lenguaje muy particular que te arrulla como una canción de cuna, marca de la casa.
Muy bueno.
Lo intenté con Pascal, luego con Goethe, luego con Alban Berg, inútilmente. ¡Si tuviera un amigo!, me dije otra vez, pero no tenía ningún amigo y sé por qué no tengo ningún amigo. ¡Una amiga!, exclamé, de forma que resonó en el vestíbulo. Pero no tengo ninguna amiga, de modo totalmente deliberado no tengo ninguna amiga, porque entonces hubiera tenido que renunciar totalmente a mis ambiciones intelectuales, no se puede tener una amiga y al mismo tiempo ambiciones intelectuales, cuando el estado general de uno es tan malo como el mío. ¡No se puede pensar en una amiga y en ambiciones intelectuales! O tengo una amiga, o tengo ambiciones intelectuales, las dos cosas juntas es imposible. Y me decidí ya muy pronto por las ambiciones intelectuales y en contra de la amiga. Un amigo no había querido tenerlo nunca, desde el momento en que tuve veinte años y con ello, de pronto, fui un pensador independiente. Los únicos amigos que tengo son los muertos, que me han dejado su literatura, no tengo otros. Y siempre me fue difícil tener siquiera un ser humano, y por eso no pienso en absoluto en una palabra tan explotada por todos y tan nauseabunda como la palabra amistad. Y ya muy pronto, temporalmente, no tuve absolutamente ningún ser humano, todos los demás tenían algún ser humano, yo no tenía ninguno, por lo menos yo sabía que no tenía ninguno, aunque los otros pretendían continuamente que tenían alguno, decían tú tienes a alguien, cuando yo estaba completamente seguro de no tener a nadie y, quizá fuera ese pensamiento el decisivo, el más aniquilador, el de no necesitar a nadie. Me figuraba que no necesitaba ningún ser humano, me lo sigo figurando todavía hoy. No necesitaba a nadie y, por consiguiente, no tenía a nadie. Pero como es natural necesitamos algún ser humano, porque si no, nos convertimos inevitablemente en lo que me he convertido: difícil, insoportable, enfermo, en el sentido más profundo de la palabra, insoportable. Siempre creí poder realizar mi trabajo intelectual totalmente solo, sin ninguna clase de seres humanos, lo que tuvo que revelarse como un error, pero también el que realmente necesitamos a alguien es a su vez un error, necesitamos un ser humano para ello y no necesitamos ninguno, y unas veces necesitamos a alguien y otras veces no necesitamos a nadie y otras veces necesitamos a alguien y al mismo tiempo no necesitamos a nadie, ahora, en estos días, he vuelto a tener conciencia de este hecho, el más absurdo de todos; nunca sabemos, ni sabremos, si necesitamos a alguien o no necesitamos a nadie, ni si al mismo tiempo necesitamos a alguien y no necesitamos a nadie y, como no sabemos ni nunca sabremos lo que realmente necesitamos, somos infelices y por ello incapaces de empezar un trabajo intelectual cuando queremos, cuando nos parece acertado. Al fin y al cabo, yo había creído fervientemente que necesitaba a mi hermana para poder empezar mi trabajo sobre Mendelssohn Bartholdy, y cuando estuvo ahí supe que no la necesitaba, que sólo podría empezar cuando no estuviera ahí. Pero ahora se ha ido y es ahora cuando no puedo empezar mi trabajo. Al principio, la razón era que ella estaba ahí, ahora la razón es que ella no está ahí. Por una parte sobrestimamos al otro, por otra lo subestimamos y nos sobrestimamos continuamente a nosotros mismos y nos subestimamos, y cuando debiéramos sobrestimarnos nos subestimamos, lo mismo que debiéramos subestimarnos cuando nos sobrestimamos. Y realmente, sobrestimamos sobre todo, todo el tiempo, lo que nos proponemos, porque en verdad todo trabajo intelectual, como cualquier otro trabajo, se sobrestima desmesuradamente y no hay ningún trabajo intelectual en el mundo al que este mundo, en definitiva sobrestimado, no pudiera renunciar, lo mismo que no hay ningún ser humano y, por consiguiente, ninguna inteligencia, a la que no se pudiera renunciar en este mundo, lo mismo que en general se podría renunciar a todo si tuviéramos el valor y las fuerzas para ello.
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