Un pasante tiene que viajar a un pueblo perdido para hacerse cargo del testamento de una anciana que ha fallecido. La casa está aislada del pueblo cuando sube la marea, tiene un cementerio que no inspira mucha confianza, y la gente del pueblo le aconseja que nunca pase una noche allí. Una típica historia de fantasmas del siglo XIX, que durante la mitad de la novela me tuvo entretenido, aunque pensando ¿qué hace una autora de fines del siglo XX escribiendo esto? Si todo lo que dice está ya inventado. Entonces llegó el final previsible y rancio que me dejó un sabor de boca a serrín. Hay mil novelas de fantasmas mejores a patadas. Casualidades de la vida a los dos días de leerlo paseo por el Raval y me encuentro esto: Lo que viene a confirmar que no deben fiarse mucho de mi gusto. No me gustó. El señor Jerome se detuvo en seco y me clavó la mirada. —¿Ha dicho una joven? -Sí, sí, la de la piel estirada sobre los huesos, daba pena mirarla… Una mujer alta que llevaba una especie de toca…, me figuro que para tapar el rostro lo máximo posible. ¡Po-brecilla! Bajo la luz…