Grijalbo, 1991. 66 páginas. La autora evoca momentos de una infancia atravesada por la violencia y la necesidad, en un lenguaje poético y lleno de crudeza, en la época de la Revolución Mexicana. Al ser una colección infantil me imaginaba que serían alguna especie de cuentos amables para niños, pero nada de eso. Está escrito con un lenguaje muy cuidado y no precisamente asequible, y lo que cuenta tiene poco de amable y mucho de dolor y tristeza. Vamos, nada de lo que imaginaba al ver que está dirigido a jóvenes lectores. Muy bueno. Oscurecía, nos sentaba a todos en derredor y nos daba lo que sus manos cocinaban para nosotros. No nos decía nada; se estaba allí, callada como una paloma herida, dócil y fina. Parecía una prisionera de nosotros —ahora sé que era nuestra cautiva—. Tomaba su libro y rezaba. No nos decía que rezáramos. Ya acostados veíamos la lumbre de su último cigarro: estrella en sus manos, nos atraía como tortilla de harina en días de hambre. No nos contaba cuentos de hadas ni de espantos; nos contaba hechos reales: Papá Grande, San Miguel de Bocas, nuestra tierra, los hombres de la revolución, cosas de la guerra…