Crítica, 2012. 320 páginas.
Tit. Or. The sweve. How the world became modern.
Un libro que trata sobre la búsqueda y descubrimiento de otro libro. ¡Cómo no iba a gustarme! Además se trata de De Rerum Natura de Lucrecio, un texto ateo, defensor de un espíritu científico y sorprendentemente moderno.
La narración de las múltiples de este manuscrito que se creía perdido hasta que se redescubrió en 1417 por Poggio Bracciolini es tan apasionante como una novela de acción con final -ya lo sabemos- feliz.
Otro tema diferente es la tesis que subyace, que viene a decir que fue uno de los pistoletazos de la modernidad. Más allá de la ilusión romántica no se aportan muchas pruebas. Pero no importa, lo que merece la pena es la aventura del descubrimiento.
Más reseñas:El giro, El giro y El giro.
Muy bueno.
Ojo a los extractos, que hay cosas muy interesantes.
Estos inconvenientes tan desalentadores no agotaban la lista de los problemas. Pues si un cazador de libros llegaba a un monasterio, si lograba traspasar las pesadas puertas del convento y entrar en la biblioteca, y era capaz de encontrar algo que fuera realmente interesante, todavía le quedaba algo por hacer con el manuscrito que había descubierto.
Los libros eran escasos y valiosos. Daban prestigio al monasterio que los poseía y los monjes no eran propensos a perderlos de vista, especialmente si habían tenido ya alguna experiencia con humanistas italianos amigos de lo ajeno. A veces los conventos intentaban asegurar su posesión llenando sus preciosos manuscritos de maldiciones. «Al que lo robare o tomare prestado y no lo devolviere a su propietario», dice una de esas maldiciones,
que este libro se convierta en una serpiente cuando lo tenga en sus manos y lo muerda. Haga que le dé una perlesía y todos sus miembros queden mustios. Que se consuma de dolor pidiendo a gritos clemencia y su agonía no cese hasta quedar deshecho. Que los gusanos corroan sus entrañas en nombre del Gusano que nunca muere, y, cuando llegue al castigo final, que las llamas del infierno lo consuman para siempre.12
Incluso un escéptico mundano, con grandes deseos de apoderarse de lo que al fin había caído en sus manos, habría vacilado antes de escamotear semejante libro guardándoselo entre los pliegues del manto.
Las demás bibliotecas del mundo antiguo no corrieron mejor suerte. Un informe de lo que era Roma a comienzos del siglo iv registraba la existencia de veintiocho bibliotecas públicas, además de las colecciones particulares no computadas que albergaban las mansiones aristocráticas. Casi a finales de este mismo siglo, el historiador Amiano Marcelino se quejaba de que los romanos habían abandonado, de hecho, la lectura en serio. Amiano no se lamentaba de los saqueos perpetrados por los bárbaros ni del fanatismo cristiano. Es indudable que los sucesos de este tipo tuvieron un papel, aunque fuera en segundo plano, en el fenómeno que tanto le chocaba. Pero lo que observaba Amiano era que, al mismo tiempo que el imperio iba desmoronándose de modo inexorable, se producía una pérdida de la ligazón cultural y una caída en la trivialidad más absurda. «En lugar del filósofo se llama al cantor, y en lugar del orador se llama al maestro de tramoya, y mientras las bibliotecas permanecen cerradas para siempre como si fueran tumbas, se fabrican órganos hidráulicos y liras grandes como carretas.»27 Además, comentaba con tristeza, la gente conducía sus carros a una velocidad de vértigo por las calles atestadas de gente.
Los escribanos y secretarios papales eran jóvenes intelectuales ambiciosos, que vivían de su ingenio y que mirando a su alrededor pensaban que eran más listos, más complejos y más dignos de ascender que los prelados engreídos a los que servían. Es de suponer que el suyo fuera un mundo lleno de resentimiento: se lamentaban, dice Poggio, «de los hombres ineptos que detentan las dignidades más altas de la Iglesia, y mientras que los hombres discretos e instruidos quedan fuera a la intemperie, los ignorantes y los indignos son enaltecidos».18
Era también de suponer que el suyo fuera un mundo de enorme com-petitividad, en el que abundaban las zancadillas y las murmuraciones. En los mordaces comentarios acerca de los antepasados de Poggio ya hemos tenido una pequeña prueba del tipo de cosas que decían unos de otros, y los «chistes» del propio Poggio acerca de su enemigo y rival, el humanis-ta Filelfo, están cortados por el mismo patrón:
En una reunión de los secretarios apostólicos en el palacio pontificio, a la que asistieron, como de costumbre, numerosos hombres de gran erudición, la conversación fue a versar sobre la vida sucia y repugnante que lleva ese villano, Francesco Filelfo, que fue acusado por todas partes de numerosas ofensas, y alguien preguntó si era de noble extracción: «Ciertamente», dijo uno de sus paisanos, adoptando una expresión muy seria. «Ciertamente que lo es, y su nobleza es de lo más ilustre; pues su padre iba constantemente vestido de seda por las mañanas.»»
Y entonces, en su afán por asegurarse de que los lectores captaban el sentido del chiste, Poggio añade una nota explicativa (cosa que siempre es indicio de reconocido fracaso): «Queriendo decir con eso que Filelfo era hijo bastardo de un cura. Cuando ofician, los curas van vestidos generalmente de seda».
La muerte no es nada para nosotros. Cuando morimos —cuando las partículas que se han fusionado para crearnos y mantenernos tal como somos se han separado—, no habrá ni placer ni dolor, ni deseo ni miedo. Los que lloran la muerte, dice Lucrecio, se retuercen las manos angustiados y exclaman: «Tus dulces hijos no correrán ya más a disputarse tus besos, ensanchándote el pecho de callada dulzura» (3.895-898). A todo eso, sin embargo, no añaden: «No echarás de menos nada de eso, pues ya no existirás».
Todas las religiones organizadas son ilusiones de la superstición. Esas ilusiones se basan en deseos profundamente arraigados, en el miedo y en la ignorancia. Los humanos proyectan imágenes del poder, la hermosura y la seguridad perfectas que les gustaría poseer. Modelando a sus dioses según esas imágenes, se hacen esclavos de sus propios sueños.
Todos estamos sometidos a los sentimientos que generan esos sueños: se apoderan de nosotros cuando levantamos la vista y contemplamos las estrellas, y empezamos a imaginarnos seres con un poder inmenso; o cuando nos preguntamos si el universo tendrá límites; o cuando nos maravillamos ante el exquisito orden de las cosas; o, de forma mucho menos agradable, cuando experimentamos una incomprensible serie de desgracias y nos preguntamos si no estaremos siendo castigados por algo; o cuando la naturaleza muestra su faceta más destructiva.10 Hay explicaciones perfectamente naturales de fenómenos tales como el rayo y los terremotos —Lucrecio los enumera uno tras otro—, pero de modo instintivo los humanos, aterrorizados, reaccionan ante ellos con temor religioso y empiezan a rezar.
Las religiones son invariablemente crueles. Las religiones prometen siempre esperanza y amor, pero la estructura profunda que las sostiene es la crueldad. Por eso tienden a desarrollar fantasías acerca de premios y castigos y a suscitar irremediablemente la angustia entre sus adeptos. El emblema más característico de la religión —y la manifestación más clara de la perversidad que se oculta tras ella— es el sacrificio de un hijo por uno de sus progenitores.
Casi todas las religiones incorporan el mito de un sacrificio de ese estilo, y algunas llegan incluso a hacer de él una cosa real. Lucrecio pensaba en el sacrificio de Ingenia por su padre Agamenón, pero quizá conociera también la historia judía de Abraham e Isaac y otros relatos análogos de Oriente Próximo, que los romanos de su época encontraban cada vez más de su agrado. En torno al año 50 a. e. v., cuando escribió su obra, no podía figurarse, como es natural, el grandioso mito de sacrificio que acabaría dominando el mundo occidental, pero no le habría sorprendido lo más mínimo, como tampoco le habrían sorprendido las imágenes repetidas una y otra vez y mostradas por doquier del hijo cruelmente asesinado.
No hay ángeles, ni demonios ni fantasmas. No existen espíritus inmateriales de ninguna especie. Las criaturas con las que griegos y romanos poblaban el mundo —hadas, harpías, demonios, genios, ninfas, sátiros, dríades, mensajeros celestes y los espíritus de los muertos— son completamente irreales. Más vale olvidarlas.
El fin supremo de la vida humana es la potenciación del placer y la reducción del dolor. Deberíamos organizar nuestra vida en aras de la búsqueda y la consecución de la felicidad. No hay fin ético más elevado que facilitar esa búsqueda a nosotros mismos y a nuestros congéneres. Cualquier otra pretensión —el servicio al estado, la glorificación de los dioses o de un príncipe, la dura búsqueda de la virtud a través del autosacrificio— es secundaria, errónea o fraudulenta. El militarismo y el gusto por los deportes violentos que caracterizaban a su cultura eran, a juicio de Lucrecio, perversos y antinaturales en el sentido más profundo del término. Las necesidades del hombre son bien sencillas. No saber reconocer los límites de esas necesidades conduce al ser humano a una lucha vana y estéril por conseguir cada vez más y más cosas.
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