Acantilado, 2015. 284 páginas.
Tit. or. Joseph Fouché. Trad. Carlos Fortea Gil.
La vida de Fouché es de traca. Fue cambiando de chaqueta en la época más convulsa de Francia, que empezó con una monarquía, vivió la revolución, vio el ascenso de Napoleón hasta ser emperador, y volvió a recuperar la monarquía. Sorprendentemente, en cada uno de esos bandazos, Fouché jugó un papel esencial y supo mantenerse a salvo de todo tipo de conjuras y puñaladas por la espalda.
La prosa de Zweig está alejada de cualquier posicionamiento neutro, en sus manos la biografía está viva y leemos el libro como si fuera una novela que te engancha desde el principio, aunque sepas más o menos como fue la vida del personaje y cómo acabó. Porque como comentaba el otro día con unos amigos Zweig ha envejecido tan bien que cualquiera de sus libros podría haberse escrito antes de ayer.
Un personaje fascinante en manos de un escritor excelente ¿Se puede pedir más?
Muy bueno.
Ahora también él siente el miedo en la nuca. Ha ido demasiado lejos sin conocer el terreno; es mejor emprender una rápida retirada. Mejor capitular que luchar solo contra los más poderosos. Así que Fouché dobla arrepentido la rodilla, dobla la cerviz. Esa misma noche se presenta en casa de Robespierre para explicarse con él, o más sinceramente: para implorar su perdón.
Nadie ha sido testigo de esta conversación. Tan sólo se conoce su resultado, y es posible imaginarla por analogía con aquella visita que Barras ha descrito con espantosa claridad en sus memorias. Antes de subir la escalera de madera de la pequeña vivienda burguesa de la rue Saint-Honoré, donde Robespierre exhibe su virtud y su pobreza, también Fouché tiene probablemente que aprobar el examen de los caseros, que vigilan a su dios y arrendatario como a un botín sagrado. También a él, exactamente igual que a Barras, Robespierre le habrá recibido en la pequeña, estrecha habitación adornada tan sólo, vanidosamente, con sus propios cuadros, y no le habrá invitado a sentarse, sino que le habrá tenido fríamente en pie, con arrogancia intencionadamente hiriente, como a un miserable criminal. Porque este hombre, que ama con pasión la virtud y está enamorado con igual pasión y vicio de su propia virtud, no conoce indulgencia ni perdón para alguien que haya tenido alguna vez una opinión distinta de la suya. Impaciente y fanático, un Savonarola de la razón y de la «virtud», rechaza todo pacto con sus adversarios, incluso toda capitulación de los mismos; incluso allá donde la Política le impondría el entendimiento, la dureza de su odio y su orgullo dogmático le frenan. Sea lo que fuere lo que Fouché dijo a Robespierre en aquella ocasión, y lo que su juez le contestó, solamente se sabe una cosa: no fue una buena recepción, sino una aplastante, una implacable perorata, una amenaza fría y no velada, una sentencia de muerte en efigie. Y el que baja, temblando de ira, la escalera de la rue Saint-Honoré, humillado, rechazado, amenazado, Joseph Fouché, sabe que ahora sólo queda una salvación para su cabeza: que la del otro, la de Robespierre, sea la primera en caer en el cesto. Se ha declarado una guerra a vida o muerte. La lucha entre Fouché y Robespierre ha empezado.
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