Impedimenta, 2019. 292 páginas.
Tit. or. Solaris. Trad. Joanna Orzachowska.
En un sistema binario, donde no se espera encontrar un planeta que albergue vida, se encuentra Solaris, una especie de océano viviente difícil de clasificar y con el que parece imposible toda comunicación. El protagonista llega a la estación de estudio y se encuentra que las cosas son aún más extrañas de lo que parecen.
Releo este clásico aprovechando que Impedimenta está reeditando todas las obras de este genio de la literatura que tiene más ideas originales en sus libros de hace sesenta años que muchos de los que escriben hoy mala ciencia ficción. Una historia de primer contacto que narra la imposibilidad de ese contacto puesto que hay tanta diferencia entre los seres humanos y Solaris que toda comunicación será extraña e impredecible.
Dos películas se han hecho a partir del libro, porque no sólo hay especulación filosófica, también una trama que tiene una pizca de thriller y mucho de emoción, que el cine ha sabido aprovechar para construir unas historias que a los amantes del libro les saben a poco. Porque el ambiente irreal de esa estación suspendida sobre Solaris está muy bien construido (y después muy imitado en otras obras).
No es de extrañar que los psicoanalistas tengan sueños húmedos al interpretar su contenido, porque un océano viscoso que cubre todo un planeta y que materializa los deseos más ocultos de los seres humanos que se acercan, pero sin atisbo de conciencia, a la vez extremadamente poderoso pero inhumano e inaccesible, da para mucho especular. A los que no nos gustan las pajas mentales nos quedamos con las reflexiones que se esconden en las últimas páginas, con una historia que engancha, y con una nostalgia porque no hay amor más poderoso que el imposible.
Excelente.
Lo que sabíamos con precisión tan solo abarcaba los aspectos negativos del problema. El océano no utilizaba máquinas, y tampoco las construía, aunque en determinadas circunstancias pareciera capaz de ello, ya que durante los dos primeros años de exploración al parecer había sido capaz de replicar parte de los artilugios sumergidos en él; a partir de entonces, comenzó a ignorar los diferentes intentos con paciencia benedictina, como si hubiese perdido todo interés hacia nuestras propias máquinas (y, por ende, también hacia nosotros). Carecía —y aquí continúo enumerando los citados «aspectos negativos»— de sistema nervioso, de células, de estructura proteica; no siempre reaccionaba ante los estímulos, ni siquiera ante los más potentes (a modo de ejemplo: dio en «ignorar» por completo la catástrofe del cohete auxiliar perteneciente a la segunda expedición de Giese, que se precipitó desde una altura de trescientos kilómetros sobre la superficie del planeta causando una explosión nuclear de sus reactores que destruyó el plasma en un radio de ochocientos metros).
Poco a poco, el «caso Solaris» empezó a ser considerado un sinónimo, en los círculos científicos, de «caso perdido»; especialmente en el entorno de la administración científica del Instituto donde, en los últimos años, se habían alzado voces exigiendo el recorte de las partidas presupuestarias destinadas a labores de investigación. Hasta entonces, nadie se había atrevido a hablar del cierre definitivo de la Estación, pues habría significado reconocer abiertamente el fracaso de la misión. De todas formas, algunos afirmaban, en privado, que todo lo que necesitábamos era una estrategia que nos permitiera solventar «el escándalo Solaris» de la manera más honorable posible.
En cualquier caso, para muchos, y en particular para los jóvenes, el «escándalo» se convirtió en una especie de piedra de toque de su propio valor: «en realidad —argumentaban—, hablábamos de una apuesta mayor que el mero hecho de profundizar en el conocimiento de la civilización solarista, ya que se trata de nosotros mismos, de los límites del conocimiento humano».
Durante un tiempo, fue muy difundida la opinión (popularizada fervorosamente por la prensa diaria) de que el océano pensante que cubría todo Solaris era un cerebro gigante que superaba a nuestra civilización en millones de años de desarrollo, una especie de «yogui cósmico», un sabio, la omnisciencia personalizada que hacía mucho que había asumido la vanidad de cualquier acción y que, por ese motivo, mantenía ante nosotros un silencio categórico. Pero aquello no era más que otro error, dado que el océano vivo actuaba, ¡y de qué manera! Con la salvedad de que se regía por conceptos diferentes a los del ser humano y, por tanto, no construía ciudades, ni puentes, ni máquinas voladoras; no intentaba conquistar el espacio, ni surcarlo (algunos defensores de la superioridad del ser humano veían en ello una preciosa ventaja del hombre sobre el océano); en cambio, de lo que sí se ocupaba era de implementar miles de transformaciones: era la llamada «auto-metamorfosis ontológica»; ¡como si no tuviéramos ya suficientes términos científicos en las páginas de las obras solaristas! Puesto que el hombre que lee, a fondo y diríase que obstinadamente, todo lo publicado en relación con Solaris alberga la irresistible sensación de estar tratando con fragmentos de constructos intelectuales, quizás geniales, mezclados sin ton ni son con los frutos de una completa estupidez rayana en la locura, acabó surgiendo, como antítesis del concepto de «océano yogui», la idea del «océano autista».
Aquellas hipótesis exhumaron y revivieron uno de los más antiguos problemas filosóficos de la humanidad: la relación entre la materia y el espíritu, la consciencia. Hizo falta una buena dosis de coraje para, como hizo Du Haart por vez primera, dotar al océano de una conciencia. Aquel problema, calificado precipitadamente por los metodólogos como metafísico, latía en el fondo de casi todas las discusiones y disputas sobre el tema. ¿Es posible el pensamiento carente de consciencia? ¿Es posible calificar como pensamiento a los procesos que discurren en el seno de un océano? ¿Es una montaña una piedra de enormes dimensiones? ¿Es el planeta una montaña inmensa? Sin duda, podemos utilizar a nuestro antojo esta terminología, pero la nueva escala de magnitud introduce en escena nuevas regularidades y fenómenos nuevos.
Este problema se convirtió en la moderna cuadratura del círculo. Todo pensador que se preciase demostraba su independencia intentando aportar algo a la tesorería de la solarística; por tanto, se multiplicaban las teorías según las cuales el océano era el resultado de una degeneración, de un retroceso acaecido tras su fase de «esplendor intelectual»; también se decía que el océano era, en realidad, un tumor que, nacido en el seno de los habitantes primigenios del planeta, acabó devorándolos y los absorbió, fundiendo sus restos en un elemento extracelular, autorrejuvenecedor, eterno.
Bajo la blanca luz de los fluorescentes, similar a la luz terrestre, aparté de la mesa los instrumentos y los libros que la atestaban y, tras desplegar sobre el tablero el mapa del planeta Solaris, me dediqué a examinarlo mientras me apoyaba con los brazos sobre los listones de metal que lo bordeaban. El océano vivo poseía sus bajíos y sus simas, sus depresiones y sus islas, cubiertas con una fina capa de minerales erosionados. No en vano, una vez fueron su fondo; ¿o quizás también el océano controlaba la aparición y la ocultación de las formaciones rocosas sumergidas en su seno? Observaba los gigantescos hemisferios trazados sobre el mapa, coloreados en diferentes tonalidades de violeta y celeste, y entonces experimenté un asombro conmovedor, el mismo que me sobrevino de niño, en la escuela, cuando me enteré de la existencia de Solaris.
No sé de qué forma todo lo que me rodeaba, junto con el misterio de la muerte de Gibarian e incluso mi futuro incierto, dejó de tener importancia. Seguí allí, sin pensar en nada, absorto en la contemplación extasiada de aquel mapa capaz de aterrorizar a cualquier ser racional.
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