Simon Beckett. La química de la muerte.

enero 14, 2025

Simon Beckett, La química de la muerte
Círculo de lectores, 2006. 360 páginas.
Tit. or. The Chemistry of Death. Trad. David Pardela.

Un médico de familia en un pueblo perdido verá como su pasado como experto forense vuelve al descubrir un cadáver en un bosque cercano. El crimen será el primero de lo que parece ser un asesino en serie que ha vivido toda la vida en el pueblo.

Buf… tópico tras tópico, personajes planos e intrascendentes, un experto que, la verdad, se exhibe poco, con un trauma de pérdida de familia mil veces contado. Unos crímenes que intentan ser truculentos pero que no llegan a serlo. Yo adiviné quién era el asesino a mitad del libro (aunque hay un girito que sospechaba pero que no terminé de averiguar al 100%).

Me sonó muchísimo a ‘El silencio de los corderos’ pero de peor calidad. Una filfa que, como cosa positiva, se lee en un pis pas.

No me ha gustado.

Yo había llegado a Manham a última hora de una húmeda tarde de marzo, tres años antes. Cuando me apeé en la estación del ferrocarril —poco más que un pequeño andén en medio de la nada—, me encontré con un paisaje bañado por la lluvia y en apariencia carente tanto de vida humana como de contornos. Me quedé ahí parado con la maleta, observando a mi alrededor, sin notar apenas que la lluvia me resbalaba por el cuello de la camisa. En torno a mí se extendían marismas y pantanos cuya topografía interrumpían tan sólo algunas zonas boscosas hacia el horizonte.
Era la primera vez que estaba en los Broads y la primera vez que pisaba Norfolk. Todo me resultaba espectacularmente extraño. Observé la vastedad del terreno, inspiré el aire húmedo y frío, y noté que algo en mi interior se sacudía de forma casi imperceptible. Era un paraje inhóspito, pero no era Londres, y con eso bastaba.
Nadie había ido a recogerme. No había contratado ningún tipo de transporte desde la estación. No había hecho planes. Había vendido el coche y el resto de mis cosas sin detenerme a pensar cómo llegar al pueblo. Por entonces, todavía me costaba pensar con claridad. Y de haberlo pensado, mi arrogancia urbanita habría dado por hecho que habría taxis, alguna tienda, algo. Pero no había parada de taxis, ni siquiera una cabina telefónica. Por un momento, lamenté haberme deshecho del móvil, luego cogí la maleta y empecé a caminar hacia la carretera. Una vez allí, sólo había dos opciones: izquierda o derecha. Me dirigí a la izquierda sin vacilar. Por ningún motivo en especial. Al cabo de unos cientos de metros llegué a un cruce donde había un letrero de madera casi ilegible. Estaba torcido de tal modo que parecía señalar algún punto debajo de la tierra húmeda. Por lo menos sabía que iba en la dirección correcta.
La luz empezaba a apagarse cuando por fin llegué al pueblo. De camino, me había cruzado con un par de coches, pero no se habían detenido. Aparte de eso, los primeros indicios de vida fueron unas pocas granjas situadas a cierta distancia de la carretera, aisladas las unas respecto de las otras. A través de la incipiente oscuridad pude ver frente a mí el campanario de una iglesia que parecía medio enterrada en un campo. Allí empezaba una acera. Era estrecha y resbalaba a causa de la lluvia, pero era mejor que el arcén y los setos por los que había caminado desde la estación. Tras un recodo de la carretera apareció el pueblo, oculto casi hasta que uno se daba de bruces con él.
La imagen no era precisamente de postal. Estaba demasiado poblado, era demasiado grande para encajar con la imagen de las aldeas de la campiña inglesa. En las afueras se veían unas cuantas casas de antes de la guerra, pero poco después empezaban unos caserones de piedra con paredes hechas con cantos de sílex. Según avanzaba hacia el corazón del pueblo, los caserones eran más viejos, cada paso me hacía retroceder un poco más en la historia. Empapados por la llovizna, se apiñaban los unos sobre los otros y sus ventanas inertes me devolvían mi imagen suspicaz e inexpresiva.

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