Sergio del Molino. La hora violeta.

junio 2, 2017

Sergio del molino, La hora violeta
Mondadori, 2013. 194 páginas.

Oí en una serie lo siguiente: ‘Si has perdido a un ser querido, ya sabes lo que se siente. Si no, no puedes ni imaginarlo’. No puedo imaginar, ni de cerca, lo terrible que debe ser que se muera tu hijo. Tampoco como puede ser el proceso de crear un libro a partir de ese dolor.

Lo leí en un viaje en tren y no paré de llorar desde el principio. No es un libro sensiblero, al contrario, en muchas ocasiones es casi documental, periodístico. Pero el dolor está ahí, y se transmite. Te arrasa, como a esos padres indefensos frente al avance de una enfermedad contra la que no se puede hacer nada.

Duro, abrasivo, no leer en momentos de ánimo bajo.

Las doctoras descolgaron el teléfono y aguantaron el mal humor de no sé cuántos colegas impertinentes hasta que lograron que un ecógrafo y su enfermera trasladaran el equipo a la habitación. El hombre estaba enfadadísimo por la humillante situación en que creía encontrarse. Fuera de su consulta, obligado a trastear su máquina por los pasillos como un buhonero en una sonata de Valle-Inclán. Envilecido, expulsado de su chateau de mierda. Irrumpió en el cuarto de malos modos, expulsándonos de allí. Sólo faltaría que encima tuviera que aguantar la presencia de unos padres nerviosos. Cuando las enfermeras de la planta le indicaron que debía esterilizarse y vestirse con bata, guantes y mascarilla antes de entrar, aquello le pareció el colmo. Accedió, pero dando voces. Dos padres que acababan de ver vomitar sangre a su hijo dolorido y drogado con morfina. Dos padres aterrados que trataban de asimilar lo que acababan de vivir, obligados a escuchar la grosera diatriba laboral de un vago con aires de tirano. Un ser envilecido, una de esas personas que ejemplifican la teoría de la banalidad del mal de Hannah Arendt. El Tercer Reich no estaba formado por matones de camisa parda, sino por tipos como aquél, energúmenos de lo más respetable.
Por qué no le abrí la cabeza con el ecógrafo es algo que todavía no me explico. Me maravilla mi capacidad para controlarme y lo bien que reprimo los más feroces y justificados instintos homicidas.


No es quimioterapia, nos advierten. O, al menos, no sólo. Vamos a combinar la quimio con un anticuerpo monoclonal desarrollado en Alemania que consigue remisiones completas en uno de cada tres casos.
¡Uno de cada tres casos!
O en un treinta por ciento, como queráis verlo. Lo bueno es que no necesitamos una remisión completa, sólo conseguir que la enfermedad baje del diez por ciento. El cáncer tiene que ser residual para poder proceder al trasplante.
Un treinta por ciento.
No sé por qué me alegra escuchar la cifra. Me parece un buen porcentaje. Uno de cada tres. Puede ser Pablo. No es una posibilidad remota, es uno de cada tres. Tú, no; tú, no, y tú, sí. Yo siempre he pertenecido a grupos más reducidos. Menos del treinta por ciento de mis compañeros de instituto sacaron una nota mayor que la mía en selectividad. Menos del treinta por ciento estudió la carrera que les interesaba, y mucho menos del treinta por ciento trabajó donde quería. Siempre he pertenecido a minorías mucho más ínfimas. El treinta por ciento es mucha gente. Un treinta por ciento de votantes puede decidir una mayoría absoluta. Un treinta por ciento de audiencia hace de un programa de televisión un fenómeno de masas.
Treinta por ciento. No está mal, es una posibilidad real. Al fin, una posibilidad real.
Nos citan para el lunes siguiente, y llegamos fuertes e ilusionados, sin sombra de catatonía o catalepsia. Esperamos en la habitación, pero las doctoras no aparecen. De hecho, no están para nadie. Las enfermeras andan locas buscándolas para que firmen papeles o les aclaren dudas, y ellas no salen de su despacho. No se puede molestar a las doctoras, anuncia una auxiliar, porque están estudiando.
Repasan literatura médica, consultan historiales de pacientes con la misma evolución y pronóstico que Pablo, reciben informes de oncólogos de otros centros, debaten y vuelven a estudiar esos casos raros. El hospital nunca ha aplicado un tratamiento como el que van a poner en marcha. De hecho, el anticuerpo monoclonal no se ha combinado nunca con la quimioterapia que quieren administrarle a Pablo, y consultan con los laboratorios fabricantes para que sus médicos y químicos otorguen el beneplácito al uso creativo que se va a hacer de sus productos. Se trata de buscar la máxima eficacia, amparándose en los pocos casos que hay documentados parecidos al de Pablo. Porque ése es el problema, que ha habido tan pocos niños de su edad afectados por una leucemia tan rara y tan refractaria, que no existen datos estadísticos en los que ampararse. Que de diez casos tres se hayan curado no significa que haya un treinta por ciento de posibilidades de curación. La ciencia estadística no puede dar por buenas esas proyecciones, no hay una muestra representativa. Se trabaja a ciegas, casi por instinto. Sólo nos consuela que los instintos de los equipos médicos que estudian el historial de Pablo están muy bien afinados. Confío en la ciencia, pero también en la corazonada de un profesional experto y vocacional. A los marineros que navegan por el blanco de los mapas, a merced de los monstruos que anunciaban las cartas náuticas medievales, no les queda otro remedio que fiarse de sus vísceras al tomar una decisión.
Al contemplar cómo la máquina sanitaria se revoluciona y trabaja a la máxima potencia para salvar la vida de mi hijo, me emociono y lloro. Sin esconderme, asumiendo al fin mi condición de llorón sin peros ni excusas. Ese sistema sanitario tan denigrado, que tanto parece molestar a algunos y que tanto empeño tienen otros por demoler, ofrece lo mejor de la ciencia, lo mejor del intelecto humano y de su sabiduría, a un niño enfermo. Sin tirar la toalla, como un Sherlock Holmes que repasa una y otra vez los detalles de la escena del crimen en busca de ese minúsculo fallo que delata al asesino.

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