Bartleby Editores, 2014. 270 páginas.
Comentaba el editor en la presentación que el germen de este libro radica en la preparación de otra antología que nollegó a ver la luz, pero cuyo editor le hizo percatarse de la cantidad de cuentos que se ambientaban en los Estados Unidos. Aunque en el prólogo se hace hincapié en las huellas que puedan tener los cuentistas de aquel país no hcae falta ser muy listo para saber de donde viene la influencia. Del mismo sitio que hace que conozcamos mejor los estados de la unión que las provincias de Portugal, y que seamos capaces de nombrar a más presidentes de los USA que de Alemania.
Pero la literatura come de todo y no importa el origen si la mierda el estiercol es bueno. En este volumen se incluyen los siguientes relatos:
Preludio a la siesta de una máscara de gas sexualmente excitada, Germán Sierra
Mecedoras, Ismael Grasa
Bloomington, Juan Carlos Márquez
El arma de Dios, Pedro Sorela
Gatillo, Esther García Llovet
Valle, Arizona, Sergio del Molino
Peter Parker y la crisis de la mediana edad, Paula Lapido
La noche sucks, Blanca Riestra
Mail Pride Chicago 2008, Óscar Esquivias
Viaje a la Luna, Gonzalo Calcedo
Jimmy, Matías Candeira
Parcelas, Cristian Crusat
El testamento, Marina Perezagua
Una mirada irlandesa, Paul Viejo
Víctima número trece de Jesse Johnson, David Ruiz
Mathilda y el hombre del tiempo, Ignacio Ferrando
Flores del Sertón, Fernando Clemot
Un decorado perfecto para el verdadero Norman Bates, Pepe Cervera
Tótem, David Aliaga
Volver a Oz, Eloy Tizón
Muchos de los cuales ya los había leído en sus propios libros, como Bloomington, uno de los mejores cuentos perteneciente al libro Norteamérica profunda, ya reseñado aquí y que comparte el mismo espíritu. Hay relatos muy buenos, mis preferidos son Mail Pride Chicago 2008, divertidísimo e irreverente del que dejo un fragmento, Jimmy, o Volver a Oz. Me han sorprendido muy agradablemente Víctima número trece de Jesse Johnson, vuelta de tuerca del lejano oeste y Tótem, historia sencilla pero conmovedora. Hay algunos flojillos, por poner uno el fragmento de
La noche sucks. No me gustó la novela, pensaba que un fragmento suelto podía funcionar bien pero tampoco.
En conjunto una excelente antología en la que hay algunos relatos muy buenos y ninguno malo. Otra reseña aquí: Madrid, Nebraska y viceversa: el espejo deforme e inevitable
Extracto:
También estaba el programa de los Juegos de Chicago. Esa misma mañana se había celebrado el acto inaugural (que yo, afortunadamente, me había perdido) y por la noche había un recital de poesía en el que participaba Betty. Eddie me preguntó tímidamente si me interesaba ir.
—Por supuesto, nada me gustaría más.
En realidad yo aborrezco la poesía (bueno, nunca la leo: o no la entiendo o me parece ridículo que las cosas rimen) y abomino del teatro, que me parece una cosa de tontos. Eso de pagar un riñon por estarse quieto escuchando a alguien que habla en voz alta es tan estimulante como ir a misa o al colegio. Yo creía que la tele, internet y los efectos especiales del cine habían arruinado a todos los teatros, pero por lo visto no era así y se habían aliado con los poetas. Según me explicó Eddie, iban a recitar textos relacionados con el correo.
-¡Qué interesante! -exclamé con entusiasmo. «Vaya chorrada» —pensé.
Habían elegido un poeta por cada país participante en los Juegos. El español era un tal Miguel Hernández y su poema se titulaba Carta (qué original).
-No me suena, ¿es cartero? -le pregunté-. Tendrá que cambiarse ese nombre tan vulgar si quiere hacerse famoso, así no va a llegar a ninguna parte.
Eddie respondió que creía que el Hernández este era muy importante, un clásico, como Cervantes, y que además (según le había contado Betty), había sido un héroe de nuestra guerra, aunque no sabía de qué guerra en concreto. Precisamente era Betty quien iba a recitar la traducción al inglés, The Letter.
Yo le aseguré que en España nadie conocía a ese tipo, que se la habían dado con queso. El se encogió de hombros (yo creo que no me entendió la última frase, pero no preguntó nada) y sonrió. Después me invitó a conocer su habitación, que estaba varias puertas más allá, en el mismo pasillo. Su cuarto era la viva imagen del caos: miles de papeles, libros y partituras se amontonaban por todas partes. Tenía la cama sin hacer y se veían prendas acumuladas sobre el respaldo de las sillas, en los radiadores, colgadas de los pomos, por el suelo (detrás de la puerta del aseo descubrí unos calzoncillos y unos calcetines hechos un gurruño). Tenía las paredes cubiertas con pósteres de directores de orquesta, todos con gesto furioso y la batuta en alto, como si alzaran un sable y estuvieran dando la orden de asaltar una trinchera. Sus nombres venían sobreimpresos en letras doradas: Georg Solti, Pierre Boulez, Barenboim, Haitink… Alguno de ellos estaba firmado con rotulador. También vi retratos de trom-petistas (Maurice André, decía el cartelito de uno; Wynton Marsalis, el de otro), reproducciones de cuadros abstractos de un tal Rothko y unas postales de Elvis Presley.
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