Nevsky Prospects, 2001. 312 páginas.
Trad. James y Marian Womack.
De lujo
Este libro es la antítesis de lo que acostumbro, ediciones de clásicos de cualquier manera en baja calidad. Aquí encontramos una edición cuidada, portada de lujo, traducción impecable y acompañada de comentarios de los nuevos nombres de la narrativa actual.
Chéjov sigue figurando como influencia principal en los escritores de cuentos, así que el libro funciona también como homenaje a una figura ilustre que tal vez no tiene toda la fama que se merece. La lista de cuentos es la siguiente (debajo el título del comentario y el autor):
Las bellas (1888)
Et uera incessu patuit dea, Luis Alberto de Cuenca
El misterio (1887)
Déjenme en paz, Ignacio Ferrando
Casa con mezzanina (1896)
Pinceladas o sílabas, Eloy Tizón
Quiero dormir (1888)
Niños jugando en el techo, Eduardo Halfon
El hombre enfundado (1898)
El veterinario Iván Ivánich, Salvador Luis
El violín de Rothschild (1894)
El alma de Yákov, Marta Rebón
En Moscú (1891)
Temblad, filisteos, Óscar Esquivias
Tristeza (1886)
La ciudad precipitada, Víctor García Antón
Enemigos (1887)
Apoteosis del conflicto, Ricardo Menéndez Salmón
Desdicha (1885)
Bajo la superficie, Jon Bilbao
Incidente ocurrido a un médico (1898)
La grandeza de lo nimio, Care Santos
Grisha (1886)
Nuestro sótano, Matías Candeira
Confesión, u Olía, Zhenia, Zoia (1882)
Contra Chéjov, Paul Viejo
Pequeneces (1886)
Razones poco literarias, Elvira Navarro
El amanuense (1886)
Fábula humana, Juan Carlos Márquez
Ostras (1884)
Pequeños tesoros, Hipólito G. Navarro
Es difícil explicar lo que he disfrutado con este libro. No sé si será por la traducción, pero cuentos que ya había leído me han causado más impresión. Quiero dormir me dejó mal cuerpo. En este aspecto, un diez.
Aunque no suelo juzgar el continente hay que reconocer que la estética de Nevsky Prospects es muy cuidada y que al libro le viene al pelo. O sea, que además hace bonito en la biblioteca.
Los comentarios, un poco de todo. Hay gente que no deben tener mucha costumbre y se limitan a salir del paso. Otros comentan su experiencia con el autor y es interesante. Algunos iluminan el texto, con lo que se enriquece. Y otros, como Oscar Esquivias, se inventan una historia que por si sola ya merece la pena.
Para poner en un lugar de honor en la estantería.
Calificación: Chejov es imprescindible, así editado, todavía más.
Un día, un libro (144/365)
Extracto:
Como una cosa es lo que uno piensa y otra lo que hace, reconozco que la invitación para participar en «aGGiornare tHe clAsicosü!» me hizo ilusión. Cuando recibí el correo electrónico sentí algo parecido al orgullo y hasta al patriotismo. La Comisión Europea encargaba a un escritor de cada país de la Unión y a un ruso la «demolición» (empleaban esa palabra) de un clásico de su literatura para después reconstruirlo «desde una mirada rabiosamente actual, postpostmoderna» (el logotipo del programa era un retrato de Ibsen disfrazado de drag queen, con eso está dicho todo). Alguien en Bruselas (seguramente un funcionario con un sueldazo, dedicado a la inverosímil labor de repartir alpiste entre los artistas) había decidido que los ojos rabiosos de esa postpostmodernidad en España eran los míos, con mis dioptrías, mis gafas de pasta y mi ligero estrabismo. Este gentil funcionario me asignó El príncipe constante de Calderón, obra ignota para mí: el título me sonaba vagamente, pero nunca la había leído, ni visto representada, y ni siquiera sabía de qué iba. Aún así, acepté al instante, no fuera que buscaran a otro dramaturgo más joven, más alternativo y más estrábico que yo: al fin y al cabo, se trataba de demoler a Calderón, así que poco importaba lo que el viejales barroco hubiera escrito, yo sólo tenía que aplicarme con la piqueta. La oportunidad era maravillosa: mi versión la representaría primero (y bajo mi dirección) la Compañía Nacional de Teatro Clásico en Madrid y después, traducida al ruso, el Teatro-Taller de Piotr Fomenko en Moscú, durante un gran festival en el que programarían todas las obras de «aGGiornare tHe clAsicos!!!»: por allí desfilarán, como en la cabalgata del Orgullo Gay, Goldoni, Schiller, Moliere, Shakespeare, Mrozek, Ionesco, Chéjov y unlargoetcétera (los otros supuestos clásicos sólo los conocen en su pueblo y no me acuerdo de sus nombres). Por supuesto, me pagaban una millonada, aparte de la estancia en Moscú durante los ensayos y las representaciones, así que ¡vivan la postpostmodernidad y la Unión Europea!
Antes de leer el texto de Calderón ya había decidido que el príncipe fuera princesa y que apareciera caracterizada como Le PetitPrince de Saint-Exupéry, pero sin pantalones, con la vulva peluda al aire para simbolizar la obsesión por la honra de nuestros autores del Siglo de Oro (que a mí me parece más bien el Siglo de Plomo: me aburren a muerte esas comedias llenas de labradores, comendadores, maestres de Calatrava, criados bufos, ripios baratos y moralina santurrona). Calderón resultó un hueso duro de roer y no se dejó tumbar así como así. El príncipe constante trata sobre el largo cautiverio de un príncipe cristiano ultranacionalista, que prefiere permanecer preso de los moros antes de que lo canjeen por la ciudad de Ceuta. Es un hombre aparentemente asexuado: durante todo su encarcelamiento no añora a ningún amor, no se hace pajas… Eso lo arreglé yo en mi versión, por supuesto. Mi princesa no deja de masturbarse mientras recita fríamente sus monólogos. Por su parte, todo el reparto masculino aparece completamente desnudo, con prótesis de penes erectos (por experiencia sé que los actores son incapaces de aguantar una erección en escena, salvo los profesionales del porno, que son carísimos de contratar y se les da mal hablar en verso y hablar en general). Las murallas de Fez y Tánger (que es donde se ambienta la obra) están simuladas por decenas de aparatos de televisión apilados donde se emiten de forma continua primeros planos de penetraciones anales, alternadas con imágenes de las familias reales europeas actualmente reinantes. Todo esto para subrayar que el gran tema subterráneo de la obra, lo que de verdad le interesaba a Calderón —y nos interesa a los espectadores del siglo xxi—, es el sexo.
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