Ediciones del viento, 2021. 348 páginas.
Janos ha huído de Hungría y está refugiado con su familia en París. En un documental ve que su tío Gabor está vivo y regresa para buscarlo. La mala suerte hará que coincida con la revolución húngara de 1956 y conseguirá escapar después de conocer a Vera, una joven de una compañía de danza.
Repaso a buena parte de la historia del siglo XX novela en primera persona los sucesos de Hungría en 1956, la primavera de Praga y la vida de los refugiados de la segunda guerra mundial, buscando su sitio en una ciudad que no es la suya.
Por el camino el protagonista irá coleccionando películas y discos, un mapa cultural superpuesto al geográfico que terminan de dibujar su carácter.
Muy bueno.
Rascamos diez minutos para llegar al número de Jószi en la calle Lajos, pero el portal ha colapsado y ahora hay una brecha limpia de varios metros que amenaza con partir toda la fachada. Me quedo un segundo frente al edificio, sin saber qué hacer, y Vera se impacienta. «¡Jószi!», le digo, y me grita que nos metamos ahí para buscarle. Doy gas, entro hasta el patio, apago el motor y me desgañito con el nombre de mi amigo en la garganta. Por las galerías sólo asoma una polvareda en suspensión, pero por la escalera se oyen pasos y voces húngaras que bajan a toda prisa. «¡No queda nadie!», nos dice una chica fornida, fusil en mano y con una señora embadurnada de polvo tras ella. «Al oír la moto pensé que erais…», resuella, «casi os disparo». Fuera, en la calle, suenan el frenazo de un vehículo pesado y voces rusas que descienden. Una ráfaga nos barre de abajo a arriba y roza la rodilla de Véra, rasga el brazo de la chica y da de lleno en la sien de la señora, que cae de costado como un saco. La chica se tira al suelo, se parapeta tras el cuerpo de la señora y le mete una bala en el ojo al oficial que empuñaba su arma sobre el coche blindado. Los otros
dos soldados se cubren detrás de lo que queda del portal, pero uno deja asomar la bota y la chica le destroza el pie de un primer disparo. Cuando el soldado se tambalea por el dolor instantáneo, un segundo tiro le alcanza en el pecho. Al otro soldado se le encasquilla el arma, insiste y vocifera, y entonces la chica se levanta, camina a sangre fría hacia él y le vuela la cabeza. Comprueba que no hay más rusos fuera, regresa al patio y se pasa la mano por la frente y hacia atrás, sujetándose el flequillo y el cansancio. «Déjame ver», le dice a Véra, que no entiende el húngaro pero sí el gesto y se deja. La chica se quita deprisa el cinturón y el brazalete del brazo herido para hacerle un apaño en la rodilla. «¿También es enfermera?», me pregunta Véra, boquiabierta, y yo le traduzco a la chica, sin dar crédito tampoco. «Soy enfermera», nos sonríe de medio lado, mientras aprieta el nudo, «a disparar aprendí luego». Véra le toma una mano entre las suyas, le da las gracias y le pregunta su nombre, y a la chica, que debe de tener más o menos mi edad, ya no le hace falta un intérprete para captar eso. «Katalin», le responde a Véra. «Tenéis que iros», me dice, antes de mirarse el brazo, soplarse el flequillo de la frente, dar la vuelta y echar a correr hacia el Danubio.
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