Selma Lagerlof fue la primera mujer en recibir el premio Nobel de literatura. En este libro toma como excusa la conversión de un niño travieso en duende para realizar un recorrido por toda la geografía sueca.
De tono moralizante pero no demasiado el niño sufre un proceso de aprendizaje al viajar junto a los patos silvestres, viviendo con esos animales a los que antes maltrataba. Pero se incluyen también otras historias, cuentos de sabor popular, descripciones del ambiente de la época, y toneladas de ternura.
La primera mitad del libro me pareció bastante normalita, pero a partir de la mitad se abandona un poco el proceso didáctico, se nutre de la cultura popular, se introducen historias duras a la par que tiernas y alcanza en ocasiones altura poética.
Ya me hubiera gustado a mí aprender geografía con un libro como éste. Pocas reseñas hay: El maravilloso viaje de Nils Holgersson.
Muy recomendable.
«Tú no eres fácil de contentar —respondió la dama de Ulvâsa—, pero yo puedo misteriosamente ver bastante lejos en la noche de los tiempos para asegurarte que antes de que el monasterio de Vadstena haya perdido su prestigio, se elevará un castillo en sus proximidades; este castillo, que será el más hermoso de la época, lo visitarán reyes y príncipes y constituirá un gran motivo de orgullo para la provincia poseer un tesoro semejante».
«Creo firmemente cuanto decís —repitió una vez más el aldeano—; pero yo soy viejo y sé de la vanidad de las cosas de este mundo. Y si llegara un día en que el castillo se desmoronara, ¿qué podría entonces atraer la mirada de los hombres sobre esta provincia?».
«Eres muy curioso —dijo la dama de Ulvâsa—; pero yo veo bastante lejos para descubrir una maravillosa animación en los bosques en torno de Fispâng. Veo construir grandes hornos y herrerías y creo que la provincia será muy considerada por su arte en trabajar el hierro».
El aldeano confesó que esto le satisfacía mucho. Pero aun no decayeran nunca los talleres de Fispâng ¿habría todavía algo más de que la provincia pudiera enorgullecerse?
«Es muy difícil que se te pueda satisfacer —dijo nuevamente la dama de Ulvâsa—; pero veo aún bastante lejos para decirte que vastas construcciones como castillos surgirán en las orillas de estos lagos, erigidas por grandes señores después de haber guerreado en el extranjero. Creo que estos castillos adornarán grandemente la provincia».
«Eso es hermoso y bueno; pero ¿y si llega un tiempo en que los castillos caen en ruinas?», objetó el aldeano.
«No siento la menor zozobra —dijo la dama de Ulvâsa—. Veo surgir fuentes de agua mineral en los prados de Medeví, no lejos de Vettern. Creo que estas fuentes reportarán a nuestra provincia toda la celebridad que puedas, desear».
«Bueno es saberlo; pero —prosiguió el aldeano con terca insistencia— ¿y si llega un tiempo en que las gentes busquen la curación de sus dolencias en otras aguas?».
«No te inquietes —respondió la dama—. Yo veo un hormiguero de hombres entre Mótala y Mem. Construyen un canal de comunicación a través del país y, cuando quede terminado, vendrán las alabanzas de todas partes».
El aldeano manifestaba siempre su aire intranquilo e incrédulo.
«Veo que las caídas de agua de Mótala hacen girar ruedas —continuó la dama de Ulvâsa, pintándose en sus mejillas dos grandes rosetas que denotaban que iba perdiendo la paciencia—. Oigo resonar los martillos en Mótala y oigo los telares de Norköping».
«Es una feliz nueva —dijo el aldeano—; pero pienso en que todo pasa y temo que eso llegue a olvidarse algún día».
La paciencia de la dama de Ulvâsa llegó a su término.
«Tú dices que todo pasa. Muy bien. Yo te revelaré algo que no cambiará. En este país habrá hasta el fin del mundo aldeanos tan testarudos y orgullosos como tú».
Entonces se levantó el aldeano radiante y satisfecho y le dio las gracias calurosamente.
«Al fin me voy contento», dijo.
«En verdad, no comprendo tu pensamiento», dijo la dama de Ulvâsa.
«Pues bien; pienso, mi estimada señora —explicó entonces el aldeano— en que todo lo que los reyes y las gentes de los monasterios y los señores y los hombres de las ciudades puedan fundar y construir, no durará más que algunos años; pero me habéis dicho que en Ostergötland habrá siempre aldeanos honrados y tenaces. Así es que ya sé que el país conservará siempre su antiguo honor. Sólo los que doblen su cuerpo en el constante trabajo de la tierra podrán mantener de siglo en siglo la prosperidad y la gloria de mi provincia».
Poco después moría la enferma y comenzaban las desgracias. Hasta entonces se había vivido alegremente en la casa. Eran pobres, pero no habían conocido la miseria. El padre fabricaba peines para los tejedores y la madre y los hijos le ayudaban en su trabajo. El padre preparaba los cuadros de los peines y los niños cortaban los dientes y los limaban, mientras la madre y la hermana mayor los terminaban de pulir. Se trabajaba desde la mañana basta la noche riendo y gozando, sobre todo cuando el padre contaba historias del tiempo en que los forasteros recorrían el país dedicados a la venta de peines. El padre tenía muy buen humor y todos reían hasta reventar, oyéndole contar historietas.
La época que siguió a la muerte de la pobre vagabunda fue para los niños como un mal sueño. No recordaban el tiempo exacto que había pasado, pero tenían la impresión de haber asistido a una serie ininterrumpida de entierros.
Sus hermanitos y hermanitas murieron unos tras otros. No tenían más que cuatro hermanitos y hermanitas y, por lo tanto, no podían haber concurrido a más de cuatro entierros; pero a los niños que quedaban les parecía mayor el número de éstos. En la cabaña reinaba un silencio de muerte.
El dolor no había abatido a la madre; pero el padre había cambiado mucho. Ya no bromeaba ni trabajaba. Desde la mañana hasta la noche permanecía con la cabeza entre las manos, entregado a amargas reflexiones.
Una vez, después del tercer entierro, prorrumpió en exclamaciones desvariadas que asustaron a los niños. No comprendía por qué se cebaba en él la desgracia. ¿No habían realizado una buena acción al recoger a la enferma? ¿Es que el mal puede más que el bien? ¿Cómo permitía Dios que una mujer malvada causara tantos males? La madre trató de consolarle, sin que él la escuchara.
Dos días después los niños perdieron a su padre, no por haber muerto, sino por haberse marchado, abandonándolo todo. Por entonces fue cuando cayó enferma la hermana mayor. El padre la quería más que a los otros hijos y al verla morir perdió la cabeza y se fue. La madre no se lamentó ante el abandono, pues temía verle loco.
Con la marcha del padre cayeron en la más completa pobreza. Al principio les enviaba algún dinero; pero estos envíos cesaron pronto. Y el mismo día en que enterraron a la hermana mayor, la madre cerró la casa y partió con los dos niños que le quedaban. Al llegar a la Escania, dispuesta a trabajar en los campos de remolacha, encontró ocupación en la refinería de Jordberga. Era una buena operaria y se comportaba de un modo franco y alegre. Todos la querían, aunque se extrañaban de verla tan tranquila después de tantas desgracias; pero la madre era una mujer muy resignada, fuerte y resistente. Si le hablaban de los dos niños que llevaba consigo, contestaba invariablemente:
—Tampoco vivirán mucho.
Se había acostumbrado a no esperar nada y lo confesaba así, sin una lágrima.
Sin embargo, se equivocaba. Fue ella la que murió primero, y su enfermedad duró menos que las de sus hijos. Llegada a Escania en la primavera, quedaban sus hijos en la mayor orfandad al comienzo del otoño.
Durante su enfermedad repitió varias veces a sus hijos que recordaran siempre que ella no había lamentado jamás haber acogido a la pobre enferma.
«Nada tiene de extraordinario —decía— morir después de haber cumplido con su deber; todos han de morir tarde o temprano; nadie escapa a la muerte, y que cada cual escoja entre morir con la conciencia limpia o cargada de remordimientos».
Antes de morir se preocupó del porvenir de sus hijos, logrando que se les dejara en la habitación que ocupaban. Los niños no podían ser una carga para nadie; seguramente se ganarían la comida.
Quedó convenido, en efecto, que a cambio de la habitación, se dedicaran los dos hermanitos durante el verano a guardar los patos. La conducta y laboriosidad de los niños demostraron que la madre no se equivocaba. La pequeña Asa hacía bombones y su hermano fabricaba objetos de madera que vendían en seguida en las granjas. También se dedicaban a cumplir encargos y se les podía confiar cualquier cosa que fuese. La niña era mayor; a los trece años se mostraba razonable como una mujer. Era grave y silenciosa y su hermanito alegre y hablador en tal grado, que su hermana decíale que él y los pájaros eran los que más charlaban en los campos.
Hacía dos años que los niños estaban en Jordberga. Una tarde hubo una conferencia popular en la sala de la escuela. Aunque se trataba de una conferencia para las personas mayores, los dos niños figuraban entre el auditorio, pues acostumbraban a no contarse entre los niños. El conferenciante habló de la tuberculosis, esa terrible enfermedad que tantos estragos causa todos los años en Suecia. Habló en términos sencillos y los dos hermanitos lo comprendieron todo.
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