Sexto Piso, 2020. 142 páginas.
Tit. or. Ghost wall. Trad. Vanesa García Cazorla.
La familia de Silvie ha organizado junto con un profesor universitario y algunos de sus alumnos una experiencia peculiar: revivir la vida en la edad del hierro británica. Tienen que vestir como en la época, buscar alimentos en la naturaleza, y apañárselas como puedan. Una época dura para aquellos que la vivieron, en la que de vez en cuando había algún sacrificio ritual.
Libraco. Parece mentira todo lo que se cuenta en tan pocas páginas. El campamento es una excusa -y a la vez una metáfora- de lo que realmente se cuenta y que no les voy a destripar aquí. El relato desde el punto de vista de la niña nos da, a la vez, una visión de una increíble madurez y también de ingenuidad.
El final, que lo ves venir y que a la vez llega de lado, sin giros sorprendentes pero con mucha habilidad emocional, me dejó con el libro temblando.
Muy, muy bueno.
Me recosté incómodamente, pues la poza no era tan ancha como para tumbarme del todo, pero el agua acarició mi piel quemada por el sol, calmó el picor de la arena. Crucé las piernas, puse los pies debajo de los muslos, donde el barro era escurridizo y fresco, sentí el agua fría ñltrarse por mis braguitas y directa en mi interior. Miré en derredor de nuevo y traté de desabrocharme el sujetador como lo había hecho Molly, con las manos detrás de los hombros, dejé que se apartara de mis omoplatos, sentí cómo se me endurecían los pezones, al igual que los de ella, mientras deslizaba mi cuerpo hacia adelante y los sumergía en la fría agua de la ciénaga. Me los toqué, observé cómo cambiaba la forma de mis pechos. Me eché agua en la cara, cerré los ojos y vi mi sangre roja a la luz del sol. En ese momento pensé en lo que tendría a mi alrededor, agazapado entre la turba, en qué otros miembros podría acoger esa misma agua negra, qué otros ojos cerrados, y en eso estaba cuando mi padre y el profesor aparecieron dando zancadas por el brezal. Llevaban conejos muertos colgando de las patas traseras atadas con unas cuerdas, con las bocas chorreando sangre en el verde y con una aureola de moscas. Debido a la escasa profundidad del agua, no podía esconderme, ni siquiera cubrirme los pechos, que, al ñny al cabo, apenas merecían tal nombre por su reducido tamaño, y, aunque con dificultad intenté encontrar los tirantes del sujetador detrás de mi espalda, ya era demasiado tarde, no lo conseguí. Mi padre le pidió disculpas al profesor, quizá la segunda vez en mi vida que lo habla oído disculparse con alguien, y le dijo que fuera de avanzadilla. Una vez que el profesor se hubo ido, mi padre dejó los conejos —sus ojos todavía brillantes, observé, y sin daños traumáticos aparentes—y me arrastró fuera del agua, un gesto innecesario éste, pues yo habría salido del agua sólita cuando él me lo dijera. Tápate, dijo apartando la vista con indignación, ¿dónde está tu ropa?, y con mi pelo enrollado en su mano tiró de mí dando traspiés a través de los brezos y los juncos hasta donde estaba la túnica secándose al sol. Póntela, dijo, debería darte vergüenza, no permitiré que mi hija sea una putita-, y nada más vestirme y girarme para tenerlo de frente, se sacó su cinturón de cuero de la Edad del Hierro. Ponte de pie contra ese árbol, dijo, un serbal no mucho más alto que yo, sobre cuyo tronco, no más ancho que mi cara, apoyé mi frente; y cuando él alzó el brazo, me golpeó y volvió a alzarlo, mientras el cinturón restallaba en el soleado aire, me concentré en el árbol que estrechaba con mis manos, en las células de sus hojas haciendo la fotosíntesis con el sol de la tarde, en los arándanos madurando hora tras hora, en el impalpable pulso de la savia bajo mis manos, en la magnitud de las raíces bajo mis pies y en las profundidades de la tierra. La cosa se alargó más que de costumbre, como si estar al aire libre lo vigorizara, como si le gustara aquel escenario. Pensé en el cuero de su cinturón, en el animal con cuya piel se había hecho, en las sensaciones de la piel antes de sentir el miedo y el dolor del final. Picazón, rasguños, viento, lluvia y sol. En el desollamiento, el curtido. Coge esos conejos, dijo una vez que hubo terminado, y que no te vuelva a pillar sin ropa por ahí, tumbada desnuda así, parece que estás esperando a uno de esos chavales; y no te creas que no volveré a hacerlo tantas veces como desobedezcas; mientras vivas bajo mi techo, te comportarás o, si no, te vas a enterar. Blandió el cinturón. ¿Qué haces ahí parada como un pasmarote?, ¿no te acabo de decir que cojas los conejos o acaso quieres más?, te aseguro que tendrás más si así lo quieres.
Caminé delante de él de regreso a la cabaña, con los conejos colgando del brazo con sus respectivas cuerdas. Sus cabezas pendían con languidez, pero aún tenían las orejas echadas hacia atrás. Si había un olor, éste era vago, más a piel y a hierba digerida que a sangre. Cuélgalos al lado del pescado, dijo, luego los destriparéis tú y tus amigos. Ahora ayuda a tu madre con la cocina, seguro que va con retraso y que la gente está hambrienta.
Ella iba «con retraso», y los demás estaban sentados a la sombra con tazas de agua. Bueno, dijo mi madre, que nadie se coja una insolación; hay que ver la cantidad de mejillones que habéis traído; le he dicho a Molly que los ponga en el arroyo-, nos los comeremos para cenar; el problema con los panecillos sin levadura, las tortas de avena y cosas por el estilo es que hay que hacerlos de uno en uno, mira, no se puede meter una tanda en el horno; chicos, tendréis que esperar todos un poco, cosa que no le va hacer ninguna gracia a tu padre; la masa está ahí, mira a ver si puedes ir dándoles forma a unos pocos más mientras yo vigilo éstos en la sartén. Me refiero a la parrilla, o como la llame tu padre. De acuerdo, dije, ¿cómo?, ¿de este tamaño? Ay, Silvie, has vuelto a enfadarlo, ¿verdad? ¿Qué?, le dije, ¿cómo lo sabes?, ¿a qué te refieres? Lo noto, dijo, soy tu madre, ¿qué ha sido esta vez?
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