Malastierras, 2019. 108 páginas.
Nefer vive un día tras otro con apenas la ilusión de ver al mozo del que está enamorada y que no le hace ni caso. Pero en la boda de su prima un trabajador borracho la viola dejándola embarazada y a partir de entonces cargará con una culpa que sin ser suya marcará su destino.
Impresionante novela construída con lo que la protagonista no dice, escrita de una manera impecable y con un sentido del ritmo admirable. La historia, además, te da una bofetada en la cara y el final, de una falsa felicidad, te deja el corazón encogido.
Me sigue resultando sorprendente que se publiquen traducciones de obras malas y obras maestras como ésta estén escondidas en los rincones del mapa literario.
Muy bueno.
Porque no se puede volver atrás, el tiempo viene y todo crece, y después de crecer viene la muerte. Pero para atrás no se puede andar.
Y el Negro, cuando supiese, cuando allá en el puesto, la Edilia dijera —y vaya si tenía la lengua afilada, y vaya si reiría— y el Negro tal vez sonriese, tal vez hiciera una broma —no, ah no, y era su culpa, era culpa del Negro, porque ella ni sabía cómo había sido, pero era culpa del Negro.
Piensa que hubiera sido posible no conocerlo, y entonces es como si volviera a rodearla el día que lo vió por primera vez. Siente de nuevo la liviandad del aire que un vientito alegraba. La familia entera fué a la doma porque hacía mucho que no se organizaba una con premios tan altos. Su primo, un rubio flaco de piernas chuecas, tenía probabilidades de salir vencedor. Nefer se recuerda achicando los ojos para verlo montar. Vuelve a ver el cuerpo sacudido sobre el recado y ese brazo indeciso que no se atrevía a revolear el rebenque. Detrás de ella alguien había dicho:
—Lindo premio va a ganar si sigue castigando tan fuerte…
Varias risas festejaron la gracia. Nefer, humillada en su primo, giró con desprecio la cara para enfrentar al burlón. Y cuando lo vió, con la pierna indolente cruzada en el recado y el cigarrillo en la boca, bajó los ojos. Fué la primera vez que vió al Negro Ramos, pero su fama de jinete lo precedía.
—¡Nefer! Te están hablando, ¡si será posma! ¿Estás dormida?
Al mirar ve los grandes bigotes de Nemi Bleis inclinados sobre ella y para no pensar en el rato que le habrá hablado sin que lo oyera, fija los ojos en la red de venitas que cruza la nariz del turco.
—¿Cómo decía? —pregunta.
—Si le dió buen resultado el género que le vendí la otra vuelta para el casamiento de su hermana; el floreadito, ¿se acuerda?
—Sí, cómo no, bueno resultó, sí.
Bueno resultó el casamiento de la Porota, cuando empezó su desgracia. Qué no iba a recordar la fiesta en casa, el día de calor, los asadores entre el galpón, y el corral, el Negro llegando en el alazán que domaba. Había deseado el casamiento de la Porota por él, había cosido su vestido para él, y antes todavía, cuando el turco llegó con su carga de mercaderías, había elegido el genero floreado porque pensó que a él le gustaría.
Poner remiendos en las bombachas rotas de sudor y roce de estriberas es feo; zurcir camisas es aburrido, pero el vestido, el vestido mil veces pensado, probado, deshecho y rehecho, con su forma definitiva apareciendo entre las manos, el vestido es otra cosa.
Recuerda cómo se dispuso a plancharlo, con qué atención llenó la plancha de brasas y la sacó al patio para que el aire las avivara.
Si no fuera porque en la estancia «El Retiro» habían llamado a un cura para la misa de un santo, los novios hubieran debido casarse en la ciudad. En el micro habrían ido, algún miércoles, muy derechos, con el vestido de la Porota colgado en una percha. Pero por la venida del cura podían casarse en la capilla, frente al boliche, y la fiesta se haría en la casa. Porota y Alcira habían ido a la ciudad para hacerse la permanente y volvían hechas unos carneritos, mientras ella planchaba. Lo recuerda muy bien; había planchado ese vestido con tanto cuidado. Pensarlo daba ganas de llorar.
2 comentarios
Sí, obra maestra. Pero en Argentina es muy reconocida.
Me alegro. Aquí es una desconocida.