Sara Gallardo. Eisejuaz.

noviembre 10, 2025

Sara Gallardo, Eisejuaz
Malastierras, 2019. 202 páginas.

Eisejuaz es alguien que tiene comunicación directa con Dios y los ángeles anidan en su pecho. Tiene una fuerza sobrehumana y sus actos están guiados por mensajes divinos que, a veces, son difíciles de entender. Dando bandazos entre la iluminación y el abandono Eisejuaz arrastra sus pasos por la tierra.

Novelón. La trama, con ese personaje que tiene una fuerza increíble, y que es víctima y verdugo de los acontecimientos, y que nunca sabemos si los elementos sobrenaturales son de verdad o delirios de una extraña lucidez. El lenguaje, con una escritura fragmentada que encaja como un guante a la voz interior de Eisejuaz y la cohorte de personajes que transitan por las páginas. El ambiente, a medio camino entre la alucinación y el realismo mágico.

Todo tan bien conectado que, por una vez, estoy de acuerdo con la frase de la contraportada ‘Una novela escrita en estado de gracia’.

Muy bueno.

Dice Eisejuaz:
Yo le entregué mis manos al Señor, porque me habló una vez. Me habló otras veces, antes, pero usando sus mensajeros. Me habló con sus mensajeros en el Pilcomayo, cuando fui chico y anduve con las mujeres juntando los bichos del monte. Me habló con sus mensajeros en la misión, y el misionero me puso siete días en penitencia. Pero lavando las copas en el hotel me habló Él mismo. Tenía dieciséis años; recién casado estaba con mi mujer. El agua salía por el desagüe con su remolino. Y el Señor de pronto, en ese remolino. «Lisandro, Eisejuaz, tus manos son mías, dámelas». Yo dejé las copas. «Señor, ¿qué puedo hacer?». «Antes del último tramo te las pediré». «Ya te las doy, Señor. Son tuyas. Te las doy ya». El Señor se fue. Quedó el remolino con la espuma del jabón brillando. Gómez, el que tiene boliche, era mozo allí. Vio las copas sin secar, las secó y las llevó sin hablar. Siempre me tuvo miedo. Porque yo, Éste También, Eisejuaz, sin ayuda arrastré la segunda viga desde el camión hasta el comedor. La viga segunda de quebracho, grande como cuatro hombres, yo solo, cuando hicieron la ampliación. La viga primera se puso hace treinta años, cinco peones de doña Eulalia la movieron. Por eso Gómez no dijo nada. Por la fuerza que tengo, y si alguno dice que fueron varios hombres los que movieron la viga, miente. Gómez nada habló. Yo salí del hotel. Pasé tres días sin hablar, sin mirar, sin comer. Mi mujer:
—¿Qué hay en tu cara que no conozco?
Fue al hotel. «Mi hombre está enfermo. No habla, no mira, no come». «Llévalo al médico». Yo no fui. No hablé. Era el cuarto día.
Doña Eulalia en nuestra casa. «¿Cómo quieren civilizarse? Nadie los va a comer en el hospital. Siempre lo mismo. Si no van, no pagaré estos días de falta». Nada no hablé. Mi mujer era buena, tenía conocimiento de las cosas, y lloró. Tampoco esa noche hablé, ni comí.
El quinto día le dije:
—¿Hay agua? Trae agua.
Trajo el agua. Era poca.
—Aquí el agua es poca. Aquí no hay agua. Ya lo sabés.
Sólo había un botijito de agua. Me levanté. Eché el agua sobre mi cabeza y sobre mis manos. Y no hubo más.
—Prepará comida.
—Sólo hay una galleta y dos batatas.
—Es bastante.
Comimos la galleta y las batatas. Dije a mi mujer:
—El Señor me habló cuando lavaba las copas.
—Y ahora —dijo mi mujer—. ¿Qué vamos a hacer?

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