Santillana, 2012. 342 páginas.
Tit. Or. You talkin’ to me? Trad. Belén Urrutia.
Desde que el ser humano tiene lenguaje lo ha usado para convencer a los demás. Para que compremos su producto, que es el mejor. Para que nos convirtamos a su religión, que es la verdadera. Para que lo sigamos como su líder, porque la razón está de su lado.
Los griegos, como es habitual, no sólo se dieron cuenta de esto, sino que lo estudiaron y sistematizaron. Dos mil años después seguimos usando sus figuras retóricas y otras nuevas que hemos aprendido por el camino. Aunque la retórica fue una parte importante de los estudios universitarios a lo largo de la historia, ya no se encuentra en el sistema educativo.
Un gran error, porque conocer las maneras de engañar es vacunarse para no estar engañado. En este libro se repasan los manuales clásicos con ejemplos abundantes e ilustrativos u con un lenguaje moderno y divertido que convierte el aprendizaje de esta materia en algo tan apasionante como los discursos que cita.
Educativo y muy entretenido. Recomendable.
Utiliza un tópico aristotélico para establecer una comparación: si Tiberio Graco (que no era mal hombre, pertenecía a una buena familia y no había cometido ninguna fechoría grave) fue ejecutado por Publio Escipión, ¿cómo era posible que Catilina —«que intenta devastar a sangre y fuego el orbe de la tierra»— fuera tolerado en el Senado? Entonces, la occultatio: «Porque no voy a citar acontecimientos demasiado lejanos, como cuando…».
No obstante, si puede decirse que la primera catilinaria tiene una figura dominante, esa es la pregunta retórica. Para cuando Cicerón llega a la peroración, ha hecho del orden de cincuenta preguntas a Catilina, todas ellas destinadas a demostrar lo insólito y aberrante del hecho de que no se hubiera exiliado voluntariamente.
Como Cicerón explica ostentosamente, duda en dictar una orden de destierro porque entonces no solo parecería cruel y tiránico, sino que los confabulados con Catilina seguirían conspirando en la ciudad. Pero «si ese llegara adonde pretende llegar, al campamento de Manlio, no habrá nadie tan necio que no vea que la conjuración está servida y nadie tan malvado que no lo reconozca». En otras palabras, ha puesto a Catilina entre la espada y la pared. Después de las pruebas que Cicerón ha presentado contra él, difícilmente puede quedarse, pero, si se marcha, él mismo se condena.
Cicerón termina dirigiéndose a Catilina y, después, con un apostrofe contrastivo, a Júpiter, poniendo la decisión de marchar bajo la autoridad del dios. Estas largas frases mantienen su fuerza incluso con las distorsiones de la traducción. Una sucesión de pares —las tautologías de «ruina y perdición», «impía y criminal»— y la hendíadis «crímenes y parricidios» contribuyen a dramatizar su denuncia final del traidor:
Con estos presagios, Catilina, por el supremo bien de la república, por tu propia ruina y perdición y por la destrucción de
quienes se asociaron contigo para todo tipo de crímenes y parricidios, márchate a esa guerra impía y criminal. Y tú, Júpiter, que fuiste consagrado por Rómulo bajo los mismos auspicios que esta ciudad, tú, a quien denominamos con toda razón el Defensor de esta ciudad y de su poder, separarás a este y a sus cómplices de tus templos y de los demás altares, de los edificios y de las murallas de la ciudad, de la vida y de los bienes de todos los ciudadanos y, a los adversarios de los hombres de bien, a los enemigos de la patria, a los saqueadores de Italia coligados en un pacto criminal y una alianza abominable, los inmolarás, a los vivos y a los muertos, con suplicios eternos.
Catilina, después de que su respuesta fuera ahogada en gritos de censura, huyó del lugar, corno pretendía Cicerón.
En un Estado tan turbulento como Roma en el siglo i a. C, alguien que se había ganado tantos enemigos como Cicerón tenía que esperar problemas tarde o temprano. En su caso llegaron después del asesinato de Julio César. Cicerón se enfrentó a Marco Antonio y pasó a la condena abierta con no menos de catorce filípicas*. Por desgracia, Marco Antonio sobrevivió y Cicerón fue ejecutado. Según una versión, llevaron su cabeza cortada a Marco Antonio mientras cenaba. Su esposa, Fulvia, se quitó las horquillas (Adrián Goldsworthy, biógrafo de Marco Antonio, señala que «como todas las romanas aristocráticas, llevaba un peinado muy elaborado») y se las clavó en la lengua.
Por lo tanto, Cicerón ofrece una lección práctica a los oradores sobre la importancia de vigilar la lengua, aunque, después de todo, ¡qué lengua!
No hay comentarios