Alfaguara, 1977. 204 páginas.
Tit. Or. Feliz Ano Novo. Trad. Pablo del Barco.
Es triste descubrir en 2008 con uno de sus últimos libros –Secreciones, excreciones y desatinos– a quien ya en 1977 publicaba un libro como éste. Más vale tarde que nunca.
Un libro que incluye los siguientes relatos:
Feliz Año Nuevo
Corazones solitarios
Abril, en Río, en 1970
O todo o nada
Paseo nocturno
Día de los enamorados
El otro
Amarguras de un joven escritor
La petición
El campeonato
Ñau Catrineta
Entrevista
74 grados
Intestino grueso
El primero de ellos narra un suceso truculento, un robo con violencia desde el punto de vista de los atracadores. Este tipo de historias son las que le han dado notoriedad al autor, ya que al haber sido policía conoce bien de lo que habla. Pero su verdadero talento está en la prosa, y en la forma de narrar. El relato que cierra el libro -una entrevista a un Autor– puede tomarse como una declaración de intenciones:
Estos escritores piensan que lo saben todo -dije irritado.
Por eso son peligrosos- dijo el Editor.
Rubem Fonseca ya está en mi lista de fijos. Seguiré comentando por aquí sus libros.
Descárgalo gratis (no es el aquí comentado pero les gustará):
Fonseca, Rubem – Los mejores relatos.pdf
(Te hará falta el programa EMule)
Extracto:[-]
Entonces vi el billete en la mesilla de cabecera, junto con el frasquito vacío de pildoras tranquilizantes: José, adiós, sin ti no puedo vivir, no te culpo de nada, te perdono; quiera Dios que te tornes un día un buen escritor, pero me parece difícil; viviría contigo, aunque impotente, pero tampoco de eso tienes culpa, pobre infeliz. Ligia Castelo Branco. Sacudí a Ligia con fuerza, pero estaba en coma. Intenté telefonear, pero mi teléfono estaba estropeado, zut, zut, Gustave, le mot juste, bajé las escaleras corriendo, cuando llegué a la cabina, vi que no tenía ficha para el aparato y a aquella hora estaba todo cerrado. Y de repente, ¡infiernos!, surgió un asaltante, ¡rayos!, ¡maldita desgracia!, pero no, no, ahí reconocí al asaltante, era el mismo negro al que yo había disparado, ¡estaba vivo! El también me reconoció y salió corriendo tal vez con miedo de llevar otro tiro. Corrí detrás de él gritando, ¡eh! ¡eh! ¿tienes una ficha de teléfono?, mi mujer lo está pasando mal, necesito llamar a la Casa de Socorro y corrimos unos mil metros hasta que él paró, respirando con dificultad, estaba desnutrido y enfermo, y mal consiguió decir jadeante, por favor, no me des un tiro, soy casado y tengo hijos que sustentar. Dije, quiero una ficha de teléfono. Tenía una ficha para prestarme, atada a un hilo de nylon. Llamé a la Casa de Socorro, tiré de la ficha para arriba y la entregué al ladrón preguntando si no quería ir hasta mi casa, a darme apoyo moral. Fuimos, y el ladrón, que se llamaba Eneas, hizo café para los dos mientras yo me lamentaba de la vida. No lo tomes a mal, dijo Eneas, pero creo que tu mujer estiró la pata, está fría como una lagartija. La Casa de Socorro llegó, el médico examinó a Ligia y dijo, voy a tener que avisar a la policía, no toques nada, esos casos de suicidio tienen que ser comunicados, y me miró extrañado, ¿habría leído todo el billete? Al oír la palabra policía, Eneas dijo que era la hora de retirarse, sabes cómo es, lo siento mucho, amigo, y se marchó, dejándome solo con el cadáver. Lloré un poco, a decir verdad muy poco, no por falta de sentimiento, pero es que mi cabeza estaba en otras cosas. Me senté a la máquina: José, mi gran amor, adiós. No puedo obligarte a amarme con el mismo amor que yo te dedico. Tengo celos de todas las bellas mujeres que viven a tu alrededor intentando seducirte; tengo celos de las horas que pasas escribiendo tu importante novela. Oh, sí, amor de mi vida, sé que el escritor necesita de soledad para crear, pero esta alma mezquina mía de mujer apasionada no se conforma en compartirte con otra persona o cosa. Mi querido amante, ¡fueron momentos maravillosos los que pasamos juntos! Siento tanto no poder ver terminado ese libro que será sin duda una obra maestra. ¡Adiós! ¡Adiós!, quiéreme mucho, acuérdate de mí, perdóname, pon una rosa en mi sepultura el día de los Difuntos. Tu Ligia Castelo Branco. Firmé, haciendo la letra redondita de Ligia, y coloqué la carta en la mesilla de cabecera, después cogí la carta que ella había escrito, la rompí, puse fuego a los pedacitos y tiré las cenizas en la taza del sanitario. Impotente y mal escritor —¡mierda!, ¿qué hice yo para tratarme ella así?—; yo era gentil, apasionado, ¿no? —mientras pensaba eso fui a la nevera y cogí una cerveza—, trataba a Ligia con consideración y dignidad, ¿no?, si alguien mandaba en alguien, era ella la que mandaba en mí, ella era una persona libre, yo era quien estaba obligado a hacer gimnasia,- dieta, dejar de beber —me levanté y cogí otra cerveza—, y ahora ella decía que era difícil convertirme yo en un gran escritor;
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