Rosana Alonso. Los otros mundos.

junio 7, 2024

Rosana Alonso, Los otros mundos
Talentura, 2012. 138 páginas.

Lo apunté de aquí: Los otros mundos y por una vez no es la típica reseña de amigo que recomienda un libro mediocre, sino que es un conjunto de microrrelatos interesantes (dejo muestras). Copio de esa reseña:

. Pese a la brevedad de los textos, los casi cien relatos que componen este libro juegan, en todos los casos, a darle la vuelta por completo a la realidad, pasar al otro lado y ver la vida cotidiana, que nos parece tan sencilla y poco jugosa, desde su negativo fotográfico, en que lo oscuro es claro y lo claro, oscuro, desde una posición en que cada página nos reserva una sorpresa. Son mundos posibles o mundos improbables, mundos de ensueño o mundos de pesadilla los que forman estos Otros mundos de Rosana Alonso.

Bueno.


La verdad
Hija, ya es hora de que lo sepas. Una mañana de verano, mientras regaba los geranios del balcón te descubrí entre rojos y rosas. Debiste llegar traída por algún viento loco y germinaste bien en la tierra recién abonada en primavera. Te regué a diario, utilicé los mejores fertilizantes y te canté canciones de los Beatles. Al fin, una madrugada de otoño, ya bien crecidita, apareciste en el salón y me pediste comida. No sé de dónde vienes pero te integraste bastante bien en el barrio. Quizás a veces, la mirada se te pone lejana y me parece que no te conozco pero luego te sientas y tecleas todas esas historias que deben de surgir de algún recuerdo vago de tu lugar de origen.
Pandemia
Los médicos aseguran que es una nueva enfermedad. Es como un virus: está en todas partes, lo inunda todo y no se ve. Por eso, aunque aún no ha llegado la primavera, la gente se echa a la calle y las parejas se aman en cualquier rincón; los niños corren y lanzan sus risas al aire helado de enero; los operarios en las fábricas silban canciones que habían olvidado. Los gobernantes observan lo que ocurre e imponen el toque de queda y el uso de mascarilla, pero es inútil. La confianza ha espantado las sombras que mantenían a la población acongojada y, de repente, todo es posible.
Sagrada Familia
La niña mira el Belén mientras toma la merienda, algo no cuadra. En realidad no falta nada: los pastores, las lavanderas, los Reyes Magos, el hombre haciendo gachas, hasta el Herodes delante de su castillo. Estas navidades lo ha puesto con la ayuda de mamá, incluso le ha comprado esa fuente de la que mana agua de verdad que tanto le gustó cuando la vio en aquel escaparate. De repente la pequeña observa el portal y se da cuenta. Coge la figura de san José con mucho cuidado y la tira a la basura. Ahora sí que es perfecto.
De sueños y viajes
En aquella época, en cuanto salía del portal, enfilaba la calle Gutierre de Cetina en dirección al barrio de Bilbao y me acercaba a las chabolas para dejarme engatusar por las ofertas de droga de los chicos gitanos. Después de la dosis, me iba al parque Arriaga y siempre acababa tumbado en la hierba con mis colegas contemplando el cementerio de la Almudena. Por las noches soñaba que el mar había invadido el cementerio; un mar antiguo y tranquilo.
Pasado un tiempo, los malos viajes ocuparon el lugar de aquel sueño recurrente. Eran días extraños y muchos murieron, yo conseguí sobrevivir como un náufrago agarrado a su tabla. Y sin embargo, en el entierro de Toño, justo al lado de su tumba, encontré una caracola. Todavía la conservo, a veces se oye el mar.
De locos y cuerdos
Se hizo el silencio. La mujer se había subido al vagón en el último momento, llevaba vestido de tirantes y botas de agua. Todos los pasajeros mantenían la vista baja menos yo. De una bolsa sacaba papeles de colores y los lanzaba al aire y se reía. Hubo quien le dio unas monedas pero ella las tiró al suelo como si quemaran. Al final se la llevó un guardia de seguridad para que nosotros pudiéramos seguir con nuestro trayecto diario, camino de nuestros trabajos. El túnel me pareció más oscuro que nunca.
Tributo
Es un pueblo feo. Es un pueblo de interior de una provincia que atrae turistas por sus playas. No es pequeño, tiene colegio e instituto, hasta han construido un polideportivo, pero es feo y quizá algo triste. El pueblo feo y triste tiene una montaña y debajo de la montaña una cueva con un río subterráneo cuyas aguas se pierden más allá de donde ha llegado el hombre. La cueva es hija de la montaña, es antigua como el mundo y los primeros humanos ya la descubrieron cuando buscaban refugio. Ahora la cueva es lo único que convierte al pueblo feo y triste en bello e interesante. Alrededor de ella han crecido restaurantes y cafeterías, un merendero y tiendas de souvenirs. Y hasta hay un edificio para los espeleólogos que vienen desde universidades de otros países. La gruta ha dejado dinamitar algunos de sus rincones para que los turistas montados en barcas puedan visitarla guiados por los hombres del pueblo que ahora saben decir estalagmita y estalactita y hasta
ponen nombres de animales a las formas esculpidas por el agua y el tiempo. Hay tramos que deben recorrerse a pie, cauces secos por los que no discurre el agua, llenos de sombras y rocas iluminadas por la débil luz de las lámparas. En cada barca van quince personas. Y cada cierto tiempo, cuando los turistas embarcan de nuevo para regresar y observan fascinados las zonas aún inexploradas de la cueva que les señala el guía con dedo tembloroso, hay una persona menos. Sin embargo nadie parece notarlo, nadie pregunta, nadie echa de menos al turista solitario que entró con ellos.

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