Rosa Ribas. Miss Fifty.

septiembre 9, 2025

Rosa Ribas, Miss Fifty
Reino de Cordelia, 2015. 264 páginas.

El tratamiento de radioterapia por un cáncer de mama da a la protagonista poderes sobrehumanos, empezando por la invisibilidad. Nada extraño teniendo en cuenta que tiene 54 años, momento en el que las mujeres comienzan a ser invisibles. Empieza una serie de peripecias en las que no podrá faltar una supervillana que le causará bastantes problemas.

Novela ágil, con ilustraciones y espíritu de cómic, que engarza diferentes episodios en una trama trepidante que transcurre en la ciudad de Barcelona y que nos presenta una galería de personajes muy divertidos.

No es alta literatura pero sirve para pasar un rato muy entretenido. Otra reseña: Miss Fifty

Bueno.

Estaba hipnotizada por el rojo intenso del tomate de la etiqueta. Lo sucedido en la tienda la había sumido en una gran confusión y, en ese momento, creía que la causa radicaba en el bote de tomate que sostenía en la mano cuando entró el atracador.
Tal vez hubiera pasado toda la tarde así, contemplándolo como un objeto mágico, si Roberto no hubiera transgredido una de las reglas fundamentales de la convivencia en esa casa al entrar en el dormitorio de sus padres y acercarse a la puerta del único espacio en el que ella podía refugiarse.
—Mamá, ¿estás bien?
Lo que escuchó no era la voz de un hijo preocupado, sino la de un hijo de veintisiete años, con la carrera acabada desde hacía dos y que ya debería haberse emancipado.
—¿Cómo ha ido la sesión?
Roberto golpeó la puerta un par de veces más.
Si la voz de Roberto le había irritado, los golpes en la puerta la enojaron.
Entonces lo vio, mejor dicho no lo vio, porque descubrió que su imagen había desaparecido del espejo. A pesar del asombroso descubrimiento, Marta hizo gala de su calma habitual y le contestó:
—Todo bien, hijo. Solo quiero darme una ducha para quitarme del cuerpo las marcas de rotulador.
Mientras hablaba, su imagen reaparecía en el espejo.
Roberto se alejó. Ella permaneció a la escucha, oyó los pasos de su hijo, cómo cerraba la puerta del dormitorio, cómo recorría el pasillo y oyó cómo abría y cerraba la de su cuarto. Después advirtió que tosía y el sonido de las teclas del ordenador. Los separaban tres puertas y ella no se había movido del borde de la bañera. Tampoco había movido la cabeza para seguir los sonidos de su hijo, sino las orejas. Ni siquiera el plural era adecuado, porque solo la oreja izquierda persiguió los movimientos de Roberto como un gato acechando a un ratón detrás de la pared.
El nuevo descubrimiento no la asombró tanto como el constatar con qué naturalidad lo asumía. Tendría que ver con su edad, se dijo. “Una ya ha visto muchas cosas”. ¿Pero tanta flema?
Dado que siempre había sido una persona discreta, lo primero que hizo fue controlar ese oído privilegiado.
Sentada en el borde de la bañera, volvió a la contemplación de la lata de tomate. La abolladura le recordó la escena en el supermercado chino. La voz rasposa del atracador, el miedo del anciano. Sintió de nuevo la rabia que ascendía desde el estómago. Su imagen desapareció otra vez del espejo. Se sobresaltó. Invisible, transparente, traslúcida, visible. Empezaba a entender.

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