Recopilación de todos los cuentos de Rodrigo Rey Rosa, aparecidos en seis libros diferentes y que incluye algunos dispersos por ahí. Confieso que me costó entrar en los primeros, no por la calidad del lenguaje, sino por el armazón de los mismos. Historias que lindan con lo onírico, que siguen la lógica estricta pero absurda de los sueños.
Al final ya me fue convenciendo más y es posiblemente el último de mis preferidos, un profesor que tiene un momento de felicidad en su vida triste y gris sin saber que la violencia acecha en cada esquina. Hay mucha en estas páginas.
Sin embargo, a pesar de que en muchas historias la atmósfera está muy bien conseguida, hay imágenes poderosas y la escritura es de alto nivel, no podía quitarme de encima la sensación de que podrían haber sido mucho mejores, de que hay pequeños traspiés de ritmo, o de situaciones. Por ejemplo, el final del último relato, siendo potente me parece que no acaba de encajar con el resto.
Pero en general me han gustado, con esa similitud con la vida donde las cosas aparecen por sorpresa, nada parece tener sentido y la violencia está de fondo como el rumor de un frigorífico estropeado.
Bueno.
—Ojalá lo hayan hecho papilla —había dicho Matilde mientras recogía los platos sucios del almuerzo bajo el toldo de nailon azul en las afueras del mercado—. ¿Cómo permite Dios que existan basuras así, no le parece, maestro? De aquí ya los sacamos a todos, pero a todos.
El maestro la miró con indulgencia, movió apenas la cabeza de un lado para otro.
—No todos son tan malos.
En la boca de Matilde se produjo una pequeña explosión de aire.
—Usted qué sabe, maestro. ¿Los conoce, pues?
El maestro estaba observando los incisivos, los colmillos blancos, las encías color coral, los labios de la joven. Le pareció que, por el momento, era mejor guardar silencio. Dio un trago de su limonada, miró su reloj —un Cartier chino.
—¿Ya se va?
El maestro se puso de pie.
—Tengo que irme. —Extendió la mano—. Mucho gusto. Saludos a su tía, por favor.
Matilde se acercó, mientras, en voz baja, le corregía: «Es mi tía abuela». Le dio un beso en la mejilla. El maestro lo recibió con sorpresa.
—¿Y cuándo va a regresar?
El miércoles siguiente el maestro volvió a tomar el almuerzo en el puesto de Matilde en las afueras del mercado. Como por tácito acuerdo, no hablaron del fin de semana; había sido un tiempo inexistente. Pero hablaron de muchas otras cosas: el uno quería saberlo todo acerca de la otra, y viceversa. Con su odio intenso por los mareros, la droga y la pobreza, Matilde era una chica bastante corriente. Se había convertido al evangelismo, como el resto de su familia. Su sueño era mudarse a la capital (que estaba sólo a una hora en autobús), donde, si tenía suerte, abriría una tienda de ropa
para mujer. El maestro dijo que le parecía una excelente idea. Había que hacer, tal vez, un plan.
Matilde quería saber en dónde daba clases el maestro. Además de la escuela de secundaria en la zona 18 trabajaba —él le contó— dando talleres literarios, de lectura y escritura, los jueves por la mañana en un correccional para menores. No era la clase de trabajo que había imaginado cuando estudió magisterio, pero ahora comenzaba a gustarle más que la enseñanza tradicional. ¿Dónde estaba ese correccional?, preguntó Matilde. Parecía indignada. En Pínula, dijo él. San José. Hacia Palència. Bien bonito el lugar, dijo. Una hondonada. Un edificio que parecía una escuela, rodeado de un campo y unos pinos.
Matilde no se mostró muy interesada en la topografía. Deberían estar —dijo— en el infierno.
—¿El Infierno? Esa es una prisión para mayores.
—No. Yo digo el otro, el de verdad.
—Yo creo que el infierno, si existe, va a dejar de existir. En el poder de Dios está.
—¿Está loco? ¿Usted defiende a esos criminales?
—No. Pero algunos de esos patojos no han cumplido los diez años. Viven como en un campo de concentración, rodeados de alambradas, observados desde torres de vigilancia. Prisioneros.
—¿Y qué? Son criminales.
El maestro reprimió sin esfuerzo el impulso de darle a Matilde una lección de humanidad. Los criminales se hacen, rara vez nacen, y la miseria, la sordidez en que crecían esos muchachos podría ayudar a explicar su mentalidad antisocial, sus crímenes —dijo.
Matilde se alejó del puesto para vaciar un bote de basura —dejó caer los contenidos en una alcantarilla abierta. El maestro tomó un Nuestro Diario, abandonado sobre una mesa, lo abrió.
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