En la isla Meteca pasan cosas muy raras: hay un monstruo en el lago en medio del bosque, hay terroristas de bajo nivel que van en zuecos e incluso es posible que vivan extraterrestres. Todo bajo la sombra del rumor del asesino cósmico.
Lo empecé con ilusión; quería que me gustara. El autor me cae bien. La idea de mezclar alta y baja literatura sin complejos me parecía atractiva. Las ideas locas sin concesión a los tópicos. Pero no me ha gustado.
Estructura y lenguaje me han parecido farragosos, sin chispa. Algún momento hay bueno (pienso en el maltrato en la estafeta de correos) y la idea de incluir un capítulo de Curtis Garland (ya fallecido) es excelente (y escribe bien). Pero todo el conjunto se me caía de las manos.
Tendrá su público, pero no soy yo. Otras reseñas: Asesino cósmico y Asesino cósmico.
Desgraciadamente, no me ha gustado.
Menuda audacia la de esta mujercita, va mascullando Don Fabio mientras sube de nuevo por la escalera de escapulario que tanto respeto le infunde a Antero -ahora mismo Don Fabio sí que finge, nada menos que en sus propios pensamientos—, habrase visto, adentrarse en el territorio del malvado Cárdavo para sacarlo en su película, me pregunto si no se habrá vuelto loca, seguro que sí, por eso el joven Legúfago le gritaba, menuda lástima, pobrecita. Espero que el joven Legúfago sepa distraerla un rato, debe de resultar tan triste ser una pobre chiflada. La verdad es que no me merezco un secretario tan audaz.
Ya en su despacho, sentado en la descansadora Luis XVI bañada en pan de oro y enrejillada por los costados, Don Fabio mira con curiosidad el gracioso y delicado cajón de cintura de la mesa auxiliar de caoba con que ha tropezado antes de despachar con la señorita Ruano. Le deseo a esa jovencita toda la suerte del mundo, piensa Don Fabio con una absoluta falta de sinceridad, ojalá pudiese serle de alguna ayuda, se lamenta cansado, y volviéndose hacia Renato Romo, que otra vez reposa en el diván junto a la ventana, le pregunta caviloso:
—Dime, querido Romo, ¿qué crees que se trae entre manos? La muchacha es de buena familia, pero eso no siempre es garantía, fíjate en lo díscolo que nos ha salido el pequeño de los Ropero.
—Cualquier majadería, puede apostar por ello, quién sabe si algo peor. El cine es cosa de hombres, señor Roelas, no hay otra, fíjese si no en John Ford, ¿acaso era una mujer?
—Sabes tan bien como yo que por mucho que se empeñe no puede entrar ahí, ¿no es cierto, mi fiel Romo? —Don Fabio se ha incorporado, lo dice y sus ojos brillan de un modo extraño, queda claro que no está preguntando nada—. Nadie ciñiere que suceda lo mismo que en Sierpe, ¿verdad?
—Ni más ni menos, señor Roelas. Y eso me recuerda que tengo algunos asuntos. ¿Le parece bien que lo recoja después
de comer?
A Delgino el nombre no le hace justicia, por lo menos si alguna vez el nombre Delgino tuvo que ver con el hecho de estar flaco, pues al équido en cuestión el nombre le quedaría estrecho. El caballo de Renato Romo, porque Renato Romo tiene un caballo con el que le gusta pasear arriba y abajo por Santa Renilde, el caballo de Renato Romo es un caballo que si algo tiene es volumen y presencia. Que si de algo puede enorgullecerse es de no haber pasado hambre. Don Fabio eso lo sabe. Don Fabio no se opone a que su fiel Romo se ausente hasta la hora de comer ni le pregunta nada pues da por sentado que quiere ir a cuidarlo, a pasar con Delgino sus últimas horas, quién sabe, a darle ungüentos o masajes o medicamentos.
Mientras tanto, en la pbnta baja, Antero vuelve a insistir. Está muy contento con la marcha de la solicitud que presentó Alpidia. En su humilde opinión nada tendría por qué ir mal. Basándose en su experiencia casi se atrevería a asegurar que la próxima semana habrá un dictamen más o menos firme. Pero hasta entonces es imposible que se acerque a los dominios de Cárdavo con su cámara.
—Imposible, y además muy imprudente —añade Antero dando un ligero golpecito en la mesa con su anillo de oro—, ya ha oído usted a Don Fabio, fíese de él, es la voz de la experiencia. Nada bueno puede salir de allí dentro.
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