Tenía muy buenas referencias de este libro, que me ha defraudado un poco.
La tierra se ve envuelta, de un día para otro, en una especie de esfera opaca. Se descubre que está manteniendo el planeta en una escala de tiempo diferente al exterior, donde transcurre más rápido. La historia se centra en la vida de tres adolecentes, uno de los cuales tendrá un papel fundamental en la investigación de la misma.
Hay una clase de libros de ciencia ficción con los que tengo un problema; se centran excesivamente en la historia de los protagonistas, al margen de los sucesos más extraordinarios. Lo cual, si la prosa y la trama no estuvieran mal, me parecería perfecto. Pero en muchas ocasiones -y esta es una de ellas- lo que cuentan es bastante insustancial. La especie de triángulo amoroso de los protagonistas está llena de tópicos y se me hizo bastante pesada.
Por otro lado el libro es el primero de una trilogía pero como la editorial quebró nos hemos quedado sin la traducción de las otras dos partes, así que nos quedamos sin saber la razón de la esfera, aunque por internet se puede encontrar la solución.
Más reseñas aquí: Spin, de Robert Charles Wilson y Reseña: Spin de Robert Charles Wilson, por Toni Iluro y Reseña y Opinión : Spin (Robert Charles Wilson) Val : 898.
Calificación: Decente.
Extracto:
a gente más joven que yo me pregunta: ¿Por qué no hubo pánico? ¿Por qué no le entró el pánico a nadie? ¿Por qué tu generación aceptó el hecho sin más, por qué entrasteis en el Spin sin siquiera un murmullo de protesta?
A veces digo: «pero ocurrieron cosas terribles».
A veces digo: pero no comprendíamos. ¿Y qué podíamos haber hecho?».
Y a veces cito la parábola de la rana. Tira una rana dentro de agua hirviendo y saldrá de un salto. Tira una rana dentro de un caldero de agua agradablemente templada, aumenta el fuego lentamente, y la rana estará muerta antes de darse cuenta de que tiene un problema.
La erradicación de las estrellas no fue algo lento ni sutil, pero tampoco fue, para la mayoría de nosotros, algo desastroso. Si eras un astrónomo o un estratega de defensa, si trabajabas en la industria de las telecomunicaciones o en la aeroespacial, probablemente pasarías los primeros días del Spin en un estado de terror abyecto. Pero si eras un conductor de autobús o freías hamburguesas, entonces era más o menos agua templada.
Los medios de comunicación en inglés lo llamaron «El Suceso de Octubre» (no sería el «Spin» hasta unos cuantos años después), y su primer efecto obvio fue la destrucción de la industria de cientos de miles de millones de dólares de satélites orbitales. Perder los satélites significó perder toda la televisión retransmitida y emitida directamente por satélite; hizo que el sistema de telefonía móvil no funcionara bien y convirtió en inútil al sistema GPS; atascó internet, convirtió en obsoleta gran parte de la tecnología militar más sofisticada y moderna, redujo la vigilancia global y las operaciones de reconocimiento, y obligó a los hombres del tiempo a dibujar isóbaras sobre mapas de los Estados Unidos en vez de usar proyecciones creadas por ordenador a partir de imágenes de satélites meteorológicos. Los repetidos intentos por contactar con la Estación Espacial Internacional fracasaron uno tras otro. Los lanzamientos comerciales programados desde Cañaveral (y Baikonur, y Kourou) fueron postergados indefinidamente.
Significaba, a largo plazo, malísimas noticias para GE Americom, AT&T, COMSAT y Hughes Communications entre muchas otras compañías.
Y sí ocurrieron cosas terribles a consecuencia de aquella noche, aunque la mayoría de ellas quedaron oscurecidas por los apagones informativos. Las noticias viajaban como susurros, apretadas en el interior de cables de fibra óptica transatlánticos en vez de rebotar por el espacio orbital; pasó casi una semana antes de que supiéramos que un misil paquistaní Hatf V equipado con una ojiva nuclear, lanzado por error o por mal cálculo en los confusos primeros momentos del Suceso, se había desviado de su rumbo y había vaporizado un valle agrícola del Hindú Kush. Era el primer artefacto nuclear que detonaba en acción bélica desde 1945, y por trágico que fuera el acontecimiento, dado el nivel de paranoia engendrado por la pérdida de las telecomunicaciones, tuvimos suerte de que sólo ocurriera una vez. Según algunos informes casi perdimos Teherán, Tel Aviv y Pyongyang.
Confortado por el amanecer, dormí hasta mediodía. Cuando me levanté y vestí, encontré a mi madre en la sala de estar, todavía en su bata acolchada, mirando la televisión con el ceño fruncido. Cuando le pregunté si había desayunado, me dijo que no. Así que preparé un almuerzo para los dos.
Mi madre debía de tener cuarenta y cinco años en aquel otoño. Si me hubieran pedido que escogiera una palabra que la definiera, hubiera dicho «sólida». Rara vez se enfadaba y la única vez en mi vida que la vi llorar fue la noche en que la policía vino a casa (cuando todavía estábamos en Sacramento) para decirle que mi padre había muerto en la 80 cerca de Vacaville, cuando volvía a casa en coche de regreso de un viaje de negocios. Creo que tenía mucho cuidado de dejarme ver sólo ese aspecto de ella. Pero tenía otros aspectos. Había un retrato en una estantería en la sala de estar, tomado años antes de que yo naciera, de una mujer tan esbelta, hermosa e intrépida que me sobresalté cuando me contó que era una foto suya.
Claramente, no le gustaba lo que oía en la tele. Una estación local estaba realizando un noticiario a tiempo completo, repitiendo historias emitidas por emisoras de onda corta y por radioaficionados, además de confusos llamamientos a la calma emitidos por el gobierno federal.
—Tyler —me dijo, haciéndome una seña para que me sentara—, es difícil de explicar. La noche pasada ocurrió algo…
—Lo sé —dije—. Lo oí antes de irme a la cama.
—¿Lo sabías? ¿Y no me despertaste?
—No estaba seguro…
Pero su enfado desapareció tan rápidamente como había o parecido.
—No —dijo—, está bien, Ty. Supongo que no me perdí nada al seguir durmiendo. Es gracioso… me siento como si siguiera durmiendo.
—Sólo se trata de las estrellas —dije como un idiota.
—Las estrellas y la luna —me corrigió—. ¿No oíste lo de la luna? Por todo el mundo, nadie puede ver las estrellas ni la luna.
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