Blackie Books, 2018. 330 páginas.
Tit. or. How to write like Tolstoi. Trad. Laura Ibáñez.
El título original de la obra Cómo escribir como Tolstoi da mejor cuenta del contenido del libro: una especie de manual de escritura diferente en el que analiza diferentes partes de una novela (el inicio, los personajes, la revisión, el plagio, laes escenas de sexo) y comenta cómo lo han resuelto diferentes escritores famosos.
En este caso la editorial Blackie Books parece vendernos el libro como una recopilación de anécdotas de escritores y no es eso aunque salgan escritores y cuenten anécdotas. Escrito desde el punto de vista de la edición se mezclan autores digamos ‘del canon’ con escritores de superventas. Porque en Estados Unidos tienen muy claro que esto de la literatura es una industria.
En conjunto no está mal, se aprende alguna cosa y tiene sus momentos, pero en general me ha parecido bastante normalillo, poco destacable.
Se deja leer.
En los escritos de Sterne queda patente que él, cuya forma y estilo fueron tanto tiempo tomados por originales fue, de hecho, el plagiador más resuelto de todos los que copiaron a sus predecesores para adornar sus propias páginas. Por otra parte, debe admitirse que Sterne selecciona los materiales de su mosaico con una habilidad tal, los coloca con tanto acierto y los pule con tal maestría que en la mayoría de los casos estamos dispuestos a perdonarle la falta de originalidad habida cuenta del exquisito talento con el que los materiales prestados cobran nueva forma.
En el cuarto volumen de su aclamada novela, Sterne critica a un clérigo, el doctor Homenas, que copia con torpeza, y formula una de las denuncias más elocuentes de la literatura sobre esta práctica. «¿Es que vamos a estar siempre haciendo libros nuevos como el boticario hace mixturas nuevas: vertiendo siempre el mismo contenido de un recipiente a otro? ¿Es que vamos a pasarnos la vida trenzando y destrenzando la misma cuerda?» Y sin embargo este mismo pasaje se saca del ataque de Burton a los imitadores en La anatomía de la melancolía.
Les pedí a algunos estudiantes que leyeran la historia que había acabado en sus manos, y todavía recuerdo una de ellas:
AdolfHitler
(conoció a)
Jane Austen
cerca de la rotonda de la feria.
(Lo que él le dijo a ella): Mi madre me dijo que tuviera cuidado
con las chicas como tú. (Lo que ella le dijo a él): ¿A quién le importa el qué dirán? Yo
siempre te he querido, ya lo sabes. (Y la consecuencia fue) La emigración en masa por toda Bélgica. (Y el mundo dijo) Qué bonita pareja hacen.
Después de que algunos alumnos leyeran en voz alta sus historias, les pedí a todos que añadieran caracterización, contexto e información secundaria al relato que había acabado en su pupitre. Que aquellas invenciones fueran, cuando menos, surrealistas no importó: las historias revisadas que leyeron los estudiantes ya transmitían algo distinto. Hitler ahora jugueteaba con su bigote. Jane Austen no podía controlar su sonrojo. El encuentro en la rotonda de la feria se había producido de noche, mientras por las casetas deambulaban pandillas de punkis. Y Hitler, al saber que había conquistado el corazón de una noble dama, se sintió animado para conquistar Bélgica, de modo que la historia ya tenía causa y efecto.
Trabajar con Fay era una delicia; rara vez estábamos en desacuerdo. En líneas generales, si los autores aceptan digamos que más del noventa por ciento de lo que les sugiero, no me doy por satisfecho (ningún editor debe creer que acierta en todo), igual que si aceptan menos del ochenta por ciento. E-célebre consejo de Hemingway dice: «Escribe borracho, corrige sobrio»,1 y no cabe duda de que los autores han de tener la cabeza despejada cuando sopesan los comentarios de sus editores.
i. También se le ha adjudicado la frase a W H. Auden. Peter De Vries publicó Reuben, Reuben, una novela basada en la vida de Dylan Thomas en la que un personaje dice: «A veces escribo borracho y corrijo sobrio, y a veces escribo sobrio y corrijo borracho. Pero deben estar presentes los dos elementos de la creación: lo apolíneo y lo dionisiaco, la espontaneidad y la contención, la emoción y la disciplina». Reuben, Reuben (Nueva York, Bantam, 1965), pág. 242.
A Martín Amis (que suele brillar en su faceta de crítico literario) se le da bien hablar de comas. Las comas son una invención del Alto Renacimiento, atribuida a un impresor veneciano llamado Aldo Manuzio. Hacia 1490 Manuzio trabajaba en los autores griegos clásicos y, para evitar confusiones, empezó a separar las palabras y las oraciones; komma es en griego «algo que se ha cortado».
El ajuste más pequeño puede resultar beneficioso, defiende Amis, y pone como ejemplo una frase del relato de Saúl Bellow Un robo. Dice este autor de un personaje llamado Clara Vel-de: «La boca era hermosa, pero se estiraba demasiado cuando sonreía, o cuando lloraba». Amis añade que «los estudiantes de economía literaria deberían estudiar esta coma».
El punto y coma también puede resultar adictivo. Stephen King dijo de su colega escritora Joyce Carol Oates que «utiliza tanto el punto y coma que podría figurar en el libro Gumness de la puntuación». Kurt Vonnegut aconsejó a sus estudiantes de Iowa que nunca emplearan el punto y coma. El solo utilizó este signo de puntuación una vez, en Un hombre sin patria, su autobiografía, para «dejar claro algo. […] Y ese «algo» es que las reglas (incluso las acertadas) solo nos resultan útiles hasta cierto punto».
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