Acantilado, 2010. 1220 páginas.
¿Memorias? ¿Dietario? ¿Autoficción? Un poco de todo y algo diferente es esta visión distorsionada desde el fondo del mar, casi inabarcable en su enorme extensión, en la que se habla de muchas cosas y se reflexiona de más, se incluyen relatos y se desnuda el autor más de lo que -a lo mejor- se imagina.
El texto nace, se nutre y se vertebra a partir de anotaciones con fecha donde se narran sucesos más en formato dietario que diario. Pero se organizan en áreas temáticas que dan pie para que el autor reflexione desde el presente. Se van encadenando de tal manera que el fin de una enlaza con el principio de la otra.
Se incluyen también una novela corta de la juventud del autor y algún que otro relato bien encajado en fondo y forma en el sitio que corresponde. También recuerdos personales, llegando a momentos de la infancia. Todo encaja muy bien, no desentona nada y pese a la longitud del libro se lee con gusto y no cansa.
Tengo mis peros: lo que cuenta el autor cae muchas veces en el postureo (lo que no es malo si es interesante). Peor son algunas reflexiones que no quedarían mal en un adolescente pero que en alguien con tanta vida detrás sorprenden un poco por su banalidad. Ahora bien, el efecto que se consigue es un retrato más preciso del autor: incluyendo sus pensamientos profundos, sus momentos tiernos, pero también sus ocurrencias con escasa sustancia.
Lo que importa al final es el conjunto, y, saltando esas pocas páginas que me parecen prescindibles, es una lectura recomendable.
La Pirámide de Cráneos: veo la fotografía del Hermano Número Uno ya detenido. Pol Pot es un anciano apacible con cara de maestro de escuela. De hecho, en el folleto divulgativo se informa de que fue maestro de escuela. Ahora se le acusa de causar la muerte a dos millones de compatriotas.
La Pirámide de Cráneos: el apacible Pol Pot dirigió la que ha sido seguramente la revolución social más expeditiva de la historia. El comunismo debía instaurarse de inmediato. Fueron suprimidos de raíz todas las instituciones vigentes, incluidas la religión, la propiedad, la familia, el dinero y el amor decadente. Las ciudades, focos de infección moral, fueron liquidadas. Phnom Penh fue vaciada en veinticuatro horas. Los hombres fueron separados de las mujeres, y los hijos, de los padres. En adelante, todos los camboyanos serían campesinos comunistas o contrarrevolucionarios muertos.
La Pirámide de Cráneos: nunca la utopía y el apocalipsis habían quedado tan perfectamente ensamblados. El antiguo maestro de escuela y futuro anciano de cara bondadosa llevó a cabo un ejercicio de tinieblas casi insuperable por su celeridad y violencia. Sin embargo, como si fuera una gigantesca cebolla malsana y venenosa, este ejercicio tenebroso contiene infinitas capas.
La Pirámide de Cráneos: en su interior hay una infinitud de pirámides encajadas una en la otra. La epidermis es el horror, la muerte, la tortura, el campo de concentración. Si miramos un poco más hacia adentro, nos encontramos con la disciplina, el dogma, la doctrina, el gran motivo, el objetivo final. Si aún penetramos más, hacia pirámides más ocultas, vislumbramos el resentimiento, el odio, la venganza, la brutalidad. No obstante, de entrar todavía más en el seno de la montaña, el siguiente paisaje nos aporta entusiasmo, ideales, ilusión, esperanza. Y al fi-
nal del taladro nuestra alma se encuentra con la más bella imagen de la humanidad que pueda concebirse.
La Pirámide de Cráneos: la extrema maldad cree actuar movida por la bondad más extrema. La fotografía del tranquilo anciano Pol Pot no difiere mucho de la del patriarcal Stalin o la del inmutable Mao o la del envejecido Hitler final. Los grandes talentos apocalípticos del siglo xx no muestran indicio alguno de arrepentimiento, puesto que, por ser ejecutores del bien supremo, no tienen nada de que arrepentirse.
Esa tarde ocurrió algo semejante a una epifanía pero, aunque vuelvo a ver con claridad la escena, soy incapaz de averiguar cuándo ocurrió. Supongo que en los primeros tiempos púberes, o acaso antes, en plena niñez. No importa. Para mí ese día ha sido el Día de la Gitanita Desnuda, invisible para los demás y marcado con fuego en mi calendario de la memoria. Ahora tengo la certeza de que allí empezó la historia de la mirada y que hasta entonces mis ojos únicamente habían atravesado su prehistoria, retinas rapaces pero sin auténtica capacidad de posesión. Llevaban años, nueve, diez, doce, sobrevolando el mundo, captando formas aquí y allá, y no obstante sólo a partir de entonces, sólo tras el Día de la Gitanita Desnuda, se hallaron en condiciones de atesorar el botín.
El hombre pierde su virginidad cuando siente esto, no cuando, más tarde, penetra en el sexo de la mujer. La epifanía supone un descenso en picado de la mirada, antes volátil frente a las formas de la vida, pues ha hallado una que en adelante guiará sus pasos, incluso aquellos que le tentarán con el precipicio.
¿Una forma que todo lo guía y todo lo subyuga? Puede pa-receros una exageración, sobre todo a aquellos de vosotros, un poco desgraciados, que os consideráis montados en el vagón de regreso, pero si lo meditáis con atención comprobaréis que no hay otra forma que rivalice con aquélla tras producirse la epifanía y hasta la misma tumba. A un hombre, joven o viejo, por sensible que sea, le puede pasar por alto un hermoso crepúsculo, el magistral trazo de una pintura, el conmovedor acorde de una sinfonía, por no aludir a la excelsa sublimidad de una idea, pero ¿conocéis a alguno que no vuelva la cabeza hacia la mujer desnuda que se ha cruzado en su camino? En estos casos incluso el ciego ve, y el agonizante suspende un momento su agonía para echar un vistazo.
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