El libro se articula alrededor de tres ejes. Un presente en el que el padre del protagonista está a punto de morir, la historia de la familia y una serie de relatos fantásticos con su propia trama interna.
Novelón. Me ha encantado. En la parte de la familia hay un abuelo que es narrador de historias como en el título, que en el mundo árabe tiene una palabra para designarlo de difícil traducción. Porque si lo llamamos cuentacuentos en nuestro idioma tiene un matiz peyorativo que no existe en el original. Lo digo con conocimiento de causa, porque yo lo soy y muchas veces te defines como ‘narrador oral’ para que te tomen en serio. Un poco lo que ha pasado con la novela gráfica.
Para contar una historia hay que tener arte, y el autor lo tiene por toneladas. Sabe entrelazar los tres troncos, mantener bien el pulso narrativo, profundizar en personajes complejos y todo con un lenguaje preciso y sugerente.
Me ha encantado.
Mi abuelo era el fruto de un romance indiscreto. Su padre era Simon Twining, como el té, un médico inglés alcohólico, un misionero que ayudaba a los armenios cristianos en el sur de Turquía. Su madre, Lucine, era una de las criadas armenias del doctor.
El nombre de pila de mi abuelo, Ismail, estaba predeterminado. ¿Cómo llamarías al hijo de tu doncella si vivieras en Urfa? Su apellido no era Twining. La esposa del doctor no lo permitió. Era Guiragossian, el apellido de su madre. El nombre completo, la plaga de nuestra familia, lo recibió en Líbano cuando ya era un hakawati hecho y derecho.
¿Qué es un hakawati, os preguntaréis? Ah, atended.
Un hakawati es un contador de historias, mitos y fábulas (hekayât). Un cuentista, un actor. Una especie de trovador, alguien que se gana la vida hechizando al público con relatos. Como la palabra hekayeh («historia», «fábula», «noticia»), hakawati se deriva de la palabra libanésa haki, que significa «charla» o «conversación», lo que sugiere que en libanés el mero acto de charlar ya supone narrar una historia.
Un gran hakawati se enriquece mientras que uno malo se muere de hambre o pierde la cabeza. En los viejos tiempos los pueblos tenían sus propios hakawatis, pero los grandes abandonaban sus casas en busca de fortuna. En las ciudades, los dominios del hakawati eran las fondas. Un hakawati puede contar una historia de una sentada o prolongar el mismo cuento durante meses, dejando a la audiencia en ascuas todas las noches.
Se dice que en el siglo XVIII, en una cafetería de Alepo, el gran hakawati Ahmad al-Saidawi contó una vez la historia del rey Baybars durante trescientas setenta y dos noches, lo que puede o no constituir un récord. También se dice que al-Saidawi abrevió el relato porque el gobernador otomano le rogó que lo terminara. El déspota de la ciudad llevaba noches extasiado, y desde Estambul le habían llamado al orden por descuidar los asuntos de Estado, incluido el cobro de tributos. El gobernador necesitaba saber cómo terminaba el cuento.
La primera vez que el bey vio a mi abuelo éste era un hakawati desamparado y hambriento de sólo trece años. El encuentro se produjo en un sórdido bar del distrito de Zeitouneh, en Beirut, antes de la Gran Guerra. Mi abuelo se ganaba las habichuelas entreteniendo a los clientes en los intermedios de los números pseudomusicales o picantes. El bey quedó gratamente impresionado por sus ingeniosas historias. Cuando se interesó por el pasado de mi padre, Ismail le proporcionó tres versiones, improbables y distintas, una tras otra. En ese mismo momento el bey contrató a mi padre como bufón, y a partir de entonces se refirió a él como al-jarrat, «el embustero», o hal-jarrat, «ese embustero». Un día en que se sentía generoso, el bey decidió dotar a aquel descastado de cierta dignidad. Dado que mi padre no poseía papeles, ni padre reconocido, el bey pidió favores, sobornó a quien hizo falta y regaló al chico una nueva partida de nacimiento, bautizándolo con un nombre nuevo: Ismail al-Jarrat.
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