Seis jornadas, seis días en los que la protagonista explica, primero a una amiga y después a su hija, sus aventuras como monja, casada y puta en primer lugar y cómo convertirse en una buena profesional en el segundo.
La primera jornada, en la que Nanna, la protagonista, ingresa en un convento, es lo más parecido a ver una película porno en un libro. Pero no esas películas con trama en la que se intercalan episodios picantes. No, de las del tipo ‘hola soy el fontanero’, ‘pues desatáscame el agujero’. Escenas subidas de tono, una tras otra, en las que el autor despliega un talento inimaginable a la hora de llamar a las cosas por otro nombre. La mitad de los pies de página con un escueto ‘Metáfora sexual’ que a veces es bastante evidente y otras supongo que se pierde por la traducción.
La parte de las casadas es más de lo mismo, con infidelidades sin fin. Y aunque de vez en cuando hay alguna ocurrencia en general se me hizo bastante cansino. La parte de las putas, sin embargo, es la que menos abunda en escenas sexuales y más en los diferentes engaños que utiliza para sacarle el dinero a los clientes. Acabada esta parte se acaba el libro, porque las otras jornadas son obra aparte. Y pensaba yo acabar aquí porque se me había hecho aburridísimo, pero le di una oportunidad a la cuarta jornada que no es sino una extensión de la tercera. Es decir, cómo hay que tratar a los clientes (y aquí tiene cierta gracia ver cómo los trata según las nacionalidades) y las mejores maneras de sacarles el dinero.
Acabada esta parte abandoné el libro porque no es tan entretenido como otros tratados de picaresca y ars longa vita brevis. Dejo algunos ejemplos.
Se deja leer, pero acaba cansando.
Y ya en la cama me tranquilizaba con las más dulces palabras que puedan imaginarse, entre otras: «Con lo que te haré y te diré no envidiarás a la mejor cortesana de Roma». Y no pudiendo soportar que yo me demorara en entrar tras él, se alzó y me arrancó de las piernas las calzas, con gran resistencia por mi parte, y volviéndose a la cama, mientras me acostaba se giró hacia la pared para que no tuviese vergüenza de mostrarme en camisa; y diciéndome: «No lo hagáis, no lo hagáis», apagué el candil. Y en cuanto entré, se me lanzó encima con la misma voluntad con la que se lanza una madre sobre el hijo que ya daba por muerto; y así me besaba y me estrechaba entre sus brazos. Y metiéndome la mano en el arpa (que estaba bien afinada), retorciéndome hacía como que consentía de mala gana: y me dejé tocar hasta el órgano, pero al querer meter él el huso en la canilla, me negué en redondo. Me decía: «Alma mía, esperanza mía, estáte tranquila: si te hago daño, mátame»; y yo dura como una roca y él insistiendo con sus ruegos; y como junto con los megos daba algunas estocadas fallidas, todo él se consumía. Y poniéndomela en la mano, decía: «Hazlo tú sola, que yo no me moveré en absoluto»; y yo casi llorando le respondía: «¿Qué es esta cosa tan gorda? ¿Los otros hombres la tienen tan grande? ¿Así que me queréis partir por la mitad?»; y con tales cosas me estaba quieta un poquito, y en lo mejor le dejaba con la miel en los labios: y así se desesperaba; y convirtiendo los megos en amenazas, me lanzaba crueles insultos: «Por todos lo diablos, que te voy a matar, te voy a estrangular»; y agarrándome por el cuello apretaba poco a poco; después, volviéndomelo a pedir conseguía que siguiera su voluntad: pero al quererme meterme la pala en el homo, le rechazaba de nuevo: y levantándose y cogiendo la camisa para ponérsela e irse, le sujetaba diciéndole: «Vamos, acostaos, que haré lo que queráis». Ante estas palabras, olvidada la ira en el baúl de los recuerdos, todo contento me besaba diciéndome: «Si duele menos que una picadura de mosca; no dudéis de que es así: fijaos que lo hago con dulzura», y yo le dejo meter un tercio de haba y después le detengo, con tanta rabia por su
parte que poniéndose en el borde de la cama, inclinando la cabeza hacia delante y con el culo hacia afuera, encogiendo las piernas, el deseo que quería matar conmigo lo mató con su mano, y habiéndole hecho a ella lo que tenía que hacerme a mí, se levantó y se vistió. Y al poco de pasearse arriba y abajo por la habitación, la noche que le hice pasar en vela como a un gavilán se acabó, dejándole con una cara amarga, que parecía un jugador que hubiese perdido el dinero y el sueño; y blasfemando como quien ha sido plantado por su dama, abriendo la ventana de la habitación, con el codo apoyado en el alféizar y con la mano en la mejilla, miraba el Tíber que parecía reírse de cómo había meneado la cachiporra. Yo estuve durmiendo todo el tiempo que él empleó en pensar, pero abro los ojos y al quererme levantar, va y se me lanza encima, y dudo de que haya habido nunca un brujo que conjurara a los demonios con tantas palabras como las que usó conmigo: pero todas en vano como esperanzas de exiliados; y queriendo al fin por lo menos un beso, incluso el beso le negué; y oyendo hablar a mi madre por casa con la dueña, la llamé; y él, abriendo la puerta, dijo: «¿Qué canalladas son éstas?, ni en Baccano las harían así», y mientras prorrumpía en voces, la dueña de la casa le consolaba diciéndole: «Es endiablado tener que tratar con doncellas». Mientras tanto, me vestí y me fui a mi habitación: y le dejé parloteando con ella. El pobre, mostrando la obstinación de quien quiere rehacerse en el juego, se va de la casa; y apenas pasada una hora, manda un sastre con una pieza de ormesí verde para que, tomándome medidas, me cortase y cosiese un vestido, creyendo que así la noche siguiente haría lo que él quisiera. Yo, habiendo aceptado el presente, recurro a los consejos de mi madre, que me dice, a la vista del presente: «Su locura empieza a surtir efecto; no cedas, que te pondrá una casa y comprará los muebles, que si no revienta».
[…]la monja más niña y más linda, subiéndole los hábitos sobre la cabeza, hizo que apoyara la frente en el borde de la cama y, abriéndole suavemente con las manos las hojas del misal culabrense, todo embelesado, contemplaba el sexo, cuyo semblante no estaba en los huesos por delgadez ni sobresalía por gordura sino que en su justo medio tembloroso y redondito, lucía como un marfil que tuviese alma; y aquellos hoyuelos que se ven en la barbilla y en las mejillas de las mujeres hermosas, se apreciaban en sus chiappettineib (dicho a la florentina). Su blancura superaba la de un ratón de molino nacido y criado en la harina, y todo el cuerpo de la monja era tan suave, que la mano que se le ponía en los riñones resbalaba hasta los muslos con más ligereza que un pie por el hielo, y tanto osaba el vello asomar en ella como en la cáscara de un huevo.
Antonia. ¿Quieres decir que el padre general consumió el día sólo en contemplaciones?
Nanna. No, no lo consumió porque, metiendo el pincel en la cazuelita del color, humillándolo antes con saliva, hacía que se retorciera a la manera de las mujeres que tienen dolores de parto o mal de madre. Y para que el clavo estuviese más firme en su agujero, llamó con un gesto hacia atrás a su mancebo que, bajándole los calzones hasta los talones, le puso la lavativa a su Reverencia visibilium, que tenía los ojos puestos en los otros dos jóvenes, que habiendo acomodado dulce y holgadamente en el lecho a dos monjas, les majaban la salsa en el mortero, haciendo desesperar a una hermanita que, por ser un tanto bizca y negruzca, rehusada por todos, habiendo llenado el Bernardo38 de cristal con el agua caliente para lavar las manos al señor, sentándose en un cojín en el suelo y apoyando las plantas de los pies en la pared de la habitación, empujó hacia ella el desmesurado báculo pastoral y se lo metió en el cuerpo como (se mete) una espada en la vaina. Y yo, al olor de su placer, consumiéndome más que una prenda por el uso, me restregaba el conejillo como los gatos, en enero, se restriegan el culo por los tejados.
Antonia. ¡Ja, ja, ja! ¿Y cómo acabó el juego?
Nanna. Después de más de media hora de meneos, el general dijo: «Movámonos ahora todos a un tiempo; y tú, tontarrón mío, bésame; y tú también, paloma mía»; y teniendo una mano en la bujeta de la angelita y con la otra haciendo fiestas a las manzanas del angelote, besando ora a él ora a ella, hacía el mismo gesto que hace en el Belvedere aquella estatua de mármol a las serpientes que la asesinan en medio de sus hijos. Finalmente, las monjas que estaban en el lecho, y los jovencitos, y el general, y aquella que estaba debajo de él, y aquel que estaba detrás de él, con aquella de la pastinaca de Murano, acordaron moverse a un tiempo como hacen los cantores o los herreros al martillear; y atentos todos al proceder, se oía un «¡ay, ay!», un «abrázame», un «gírate», «tu dulce lengua», «dámela», «tómala», «empuja fuerte», «espera que me muevo yo», «por favor, muévete», «estrújame», «ayúdame»; y maullando, unos con voz sumisa, otros en voz alta, parecían los del sol, fa, mi, re, do; ponían los ojos en blanco, jadeaban, se movían, se revolvían, de tal modo que los bancos, las arcas, las tablas de la cama, los escabeles y las cazuelas se resentían como las casas con los terremotos.
Antonia. ¡Qué fuego!
Nanna. Luego, ocho suspiros al unísono, salidos del hígado, del pulmón, del corazón y del alma del reverendo y etcétera, de las monjas y de los frailes, que levantaron un viento tal, que habría podido apagar ocho antorchas; luego, suspirando, cayeron rendidos como los borrachos por el vino. Yo, que me había quedado rígida de tanto mirar en mala postura, me aparté cuidadosamente y, una vez sentada, me quedé mirando aquella cosa de cristal.
Antonia. Para un poco. ¿Cómo fue lo de los ocho suspiros?
Pippa. ¿Para qué el libro de misa, si no sé leer?
Nanna. Para aparentar que sabes, y poco importa que lo pongas del revés, como hacen las romanas de hoy en día, a fin de que se crea que son hadas, y son fantasmas. Pasemos ahora a las calidades de los jovenzuelos: no confies en ellos, haciendo proyectos sobre sus promesas, porque no son estables; vagando siempre como el cerebro y la sangre que les bulle, se enamoran y se desenamoran según los encuentros de amor; si alguna vez les concedes algo, haz que te paguen por adelantado. Pobre de ti si te enredas; ni con ellos, ni con otros, porque enamorarse está bien para quien vive de renta y no para quien tiene que subsistir día a día; aunque no hubiera otra razón, una vez que te enredas, estás arruinada, porque el ánimo puesto en uno solo, aleja a todos los que solías halagar de igual manera.
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