Blackie Books, 2014, 2015. 208 páginas.
Tit. Or. Chroniques de science improbable. Trad. Manuel Serrat Crespo.
El autor es un periodista de Le Monde que tiene una columna en la que habla de ciencia divertida e improbable. Candidatos al IgNobel, investigaciones curiosas pero ciertas, experimentos asombrosos. Todo contado con indiscutible sentido del humor.
En estas páginas descubriremos que las bailarinas de striptis ganan más dinero cuando están ovulando (y algo se debe notar u oler). Que las tortugas no bostezan cuando ven a otra tortuga bostezar (así que algo de empatía tiene que ver con la imitación). Que un gran número de brasileños ha tenido relaciones sexuales con animales (y tienen más probabilidad de sufrir cáncer de pene).
Se lee en un suspiro y entretiene y divulga por igual. Muy recomendable.
Cómo embarcar cuanto antes en un avión
«El embarque comenzará por los pasajeros de las filas 18 a 24.» Ha perdido usted en la lotería de los billetes de avión y le ha correspondido un asiento al fondo del aparato. Una vez en la cabina, se dirige hacia su lugar pero resulta que se queda bloqueado. En el pasillo central se levanta la inevitable dama cuya estatura es inferior a la circunferencia de sus caderas y que intenta, desesperadamente, meter en el compartimento del equipaje una bolsa de viaje que contiene el yunque para su primo el manitas. Como le han confiscado la palanqueta cuando ha pasado por el arco detector de metales, no puede usted abrirse camino hasta su asiento y se ve obligado a esperar o —peor aún— a ayudar a la matrona. A sus espaldas se acumulan los pasajeros, la dama acaba embutiéndose en el asiento del centro y, en ese momento, advierte usted que, en teoría, debe ocupar el asiento contiguo, el de la ventanilla. En vez de pensar en cargarse a la pobre mujer, debería dirigir su enojo contra quien inventó el embarque por bloques. Al menos eso se deduce de un experimento realizado por el estadounidense Jason Steffen, publicada en agosto por la web arXiv y ofrecida al Journal of Air Transport Management. Astrofísico en el célebre Fermilab, Steffen parece haber soñado toda su vida con ser una azafata aérea pues, desde 2008, en sus horas muertas, se apasiona por el problema de cómo llenar los aviones, hasta el punto de haber inventado una técnica de embarque que ha comparado con las que utilizan las compañías aéreas. Para ello, se sirvió de una carlinga de avión empleada como estudio para rodar películas en Hollywood. Doce hileras de seis asientos por un lado y 72 voluntarios sin armas pero con equipaje por el otro.
Cinco juegos de billetes distribuidos entre los pseudopasajeros para poner a prueba cinco tipos de embarque: el método de los bloques; el de la pirámide invertida, en el que los pasajeros situados junto a la ventanilla de la última fila entran los primeros, seguidos por sus vecinos del centro y por los viajeros del lado del pasillo, prosiguiendo así la colocación de los cuerpos, fila tras fila; el método Wilma, en el que todos los pasajeros de las ventanillas se instalan al mismo tiempo, precediendo a los del centro y a los del pasillo; el embarque sin orden alguno; y el método Steffen, un cruce entre la pirámide invertida y Wilma, en el que primero entran los pasajeros de las ventanillas del lado izquierdo del avión y de las filas pares —separados unos de los otros por una fila de asientos, todos tienen suficiente espacio para colocar su equipaje— y luego entran los pasajeros del lado derecho, los de las filas impares, los del centro, etc. El objetivo es limitar al máximo las interferencias entre seres humanos.
El cronómetro habló. La estrategia de bloques que emplean la mayoría de las compañías aéreas es, evidentemente, la más lenta. Hasta el embarque al azar es más eficaz. Por lo que se refiere al método Steffen, se demuestra el más rápido, incluso añadiendo el tiempo de clasificación de los viajeros en la sala de embarque. En un pequeño avión de setenta y dos plazas, permite ganar tres minutos y dieciséis segundos respecto a los bloques. ¿Y todo ello para qué? El resultado no es tan
irrisorio. En 2010, treinta millones de vuelos comerciales surcaron los cielos. Sabiendo que un minuto de más en el suelo cuesta treinta dólares por avión, esos tres minutos y dieciséis segundos representan, al cabo de un año, casi tres mil millones de dólares.
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