Plaza y Janés, 1980. 256 páginas.
Tit. Or. The heart of a goof. Trad. Luis Jorda.
Está considerado uno de los mejores humoristas ingleses y su mayordomo Jeeves es todo un arquetipo utilizado hasta en internet –Ask Jeeves, pero no había leído nada de P. G. Wodehouse. Este ejemplar de la famosa colección Reno que indica bien clarito que se trata de una edición no resumida se vendía por un euro con veinte céntimos. Una buena oportunidad para paliar mi ignorancia.
El libro es una colección de relatos con el golf como eje central. Todos están narrados a espectadores incautos por el socio veterano, una especie de abuelo cebolleta que engancha al primero que pasa y le suelta alguna de las muchas historias que conoce. Los títulos de los nueve cuentos son los siguientes:
La timidez de un golfista
Las grandes apuestas
El mayordomo Vosper
Chester se olvida de sí mismo
Los pantalones mágicos de golf
El despertar de Rollo Podmarsh
El fracaso de Rodney
Jane abandona el golf
La purificación de Rodney Spelvin
Que van desde las desventuras de un tímido enamorado incapaz de declararse por culpa de su mal juego hasta las dificultades matrimoniales de una pareja muy bien avenida dentro y fuera del campo por culpa de un petrimetre intelectual pero inútil para el golf. Incluyendo también una historia sobre una apuesta muy alta; ni más ni menos que un mayordomo ejemplar.
No es un humor de carcajada y hace falta conocer algo de golf para disfrutarlo -por suerte yo he jugado mucho… en simuladores de ordenador- pero resulta muy entretenido y te mantiene en todo momento con una sonrisa en los labios. Para pasar un buen rato.
Descarga libros de Wodehouse:
Wodehouse, P G – El inimitable Jeeves.doc
Wodehouse, P. G – De acuerdo Jeeves.doc
Wodehouse, P.G – Locuras de Hollywood(1.1)[rtf].zip
Wodehouse, P.G. – Llamen a Jeeves [doc].zip
Escuchando: Hey Little Rich Boy. Sham 69.
Extracto:[-]
Cada mañana exhibían en aquellos campos de juego los más terribles estilos que se hayan podido ver jamás. Allí estaba el hombre que parecía querer engañar a su pelota y atentar contra su seguridad dándole un mazazo de sorpresa, tras una serie de actitudes encaminadas, al parecer, a despistarla. También se veía a esos que hacen imprimir a su mazo de hierro las ondulaciones de una serpiente; a los que tratan a la pelota como si azotaran a un gato: a los que mueven el bastón como quien restalla un látigo; a los que meditan a cada mazazo con idéntica actitud de quien acaba de recibir la noticia de la muerte de un familiar, y también a aquellos que empuñan el palo como si fuera un cucharón con el que revolvieran el potaje de una sopera.
Al finalizar la primera semana, Ferdinand Dibble estaba ya consagrado como el campeón indiscutible de aquel lugar. Había hecho entre aquella gente una entrada de caballo siciliano.
Al principio, sin atreverse apenas en ninguna posibilidad de éxito, había jugado con el hombre que trataba de engañar a su pelota, derrotándole de manera fulminante. Luego, con gradual y creciente auge, fue venciendo al que azotaba gatos, al que parecía manejar un látigo, al de la sopera, comenzando a mirar a todos los demás con cara de triunfador. Y como éstos eran los jugadores más destacados, cuyas proezas se esforzaban inútilmente en emular los octogenarios y los paralíticos de aquellos lugares, Ferdinand Dibble se encontró a los ocho días de su llegada al hotel, ante el sorprendente hecho de que ya no le quedaban más mundos que conquistar. Era el campeón de todos aquellos jugadores, y, lo que es más aún, había obtenido su primer trofeo: la gran medalla de plata del torneo handicap, que ganó fácilmente, en pocos minutos, luchando con su más próximo rival, un venerable anciano, por medio de un brillante e inesperado cuatro en el último agujero. El premio consistía en un elegante cubilete de peltre del tamaño de un antiguo cubo de roble, y Ferdinand solía correr a su cuarto apenas terminaba de cenar, para quedarse contemplándolo, como haría una madre con su hijo.
Se preguntará usted, sin duda, por qué, en tales circunstancias, no aprovechó el nuevo estado de espíritu de exuberante orgullo que había remplazado a su antigua humildad, para declararse inmediatamente a Barbara Medway. Voy a explicarlo. No se declaró a Barbara Medway, porque ella no estaba allí. A última hora se había visto obligada a quedarse en casa para atender a un pariente enfermo, y tuvo que aplazar el viaje por espacio de dos semanas. Claro que Dibble podía haberse declarado en alguna de las muchas cartas que diariamente escribía a Barbara, pero por una u otra razón, cada vez que cogía la pluma advertía que empleaba tanto espacio para escribir sus excelentes jugadas en los links, que luego le era dificilísimo ponerse a hacer declaraciones de amor eterno. Al fin y al cabo, estas cosas no pueden ponerse en una simple posdata.
Por consiguiente, decidió aguardar a que llegara la joven, y, entretanto, prosiguió su triunfal carrera deportiva. Cuanto más esperara, era mejor, en cierto modo, ya que cada mañana y cada tarde que pasaba recolectaba nuevas causas para mostrarse satisfecho de sí mismo.
¡Día tras día, se sentía más triunfador!
Sin embargo, se amontonaban, entretanto, negros nubarrones. En los rincones del hotel empezaron a oírse murmuraciones, y comenzó a extenderse un espíritu de rebelión. Porque la vanidad de Ferdinand, su satisfacción por sentirse triunfador, no había escapado a sus rivales. No existe nadie que se muestre tan orgulloso como la persona que normalmente no lo es, y que súbitamente cree tener motivos para serlo. Siento tener que decir que el orgullo que se había apoderado de Ferdinand era de esa especie agresiva, que, inevitablemente, crea enemigos.
Un comentario
Siempre se habla de Jeeves pero no de Berti y su querida tía.
Dos personajes verdaderamente inolvidables.
Saludos.