Tercer libro de Handke que leo y posiblemente el último a menos que alguien de confianza me recomiende encarecidamente otro. Se vende como novela pero es una obra de teatro en la que diversos personajes deambulan por la escena y dialogan o monologan sobre diferentes temas. No hay una trama clásica. Los personajes que aparecen:
– Uno que mira desde el muro
– Un aguafiestas
– Un actor joven
– Una actriz joven
– Un viejo, una vieja
– Parsifal
– Un indígena, en distintas personalidades
Que se relacionan entre ellos por parejas (actor-actriz, viejo-vieja) por lo general y nos dibujan más un paisaje emocional que un recorrido narrativo.
Tiene momentos que, para que negarlo, son de gran belleza. Pero a pesar de su brevedad se me hizo larguísimo y es que a pesar del interés objetivo que me despierta la escritura de Handke con lo que he leído hasta ahora me resulta suficiente.
No he encontrado ninguna reseña. Es una lectura que me ha resultado provechosa pero que no he disfrutado demasiado.
Se deja leer.
INDÍGENA
interrumpe su escena con una sonrisa y, abriendo el puño en el que guardaba unas bayas, en un gesto de hospitalidad, ofrece a cada uno una de ellas; devuelve los objetos que había confiscado y hace una reverencia quitándose el sombrero; al quitarse el sombrero deja al descubierto un vendaje que lleva en la frente: Soy un indígena, pero no por eso me creo superior a los demás. No voy por ahí lanzando miradas amenazadoras a cada forastero que me encuentro, como diciendo: ¡ay de ti si no saludas primero! No miro por entre las cortinas porque no tengo cortinas. No tengo ningún rótulo que advierta de la presencia de un perro al que su propio dueño llama «peligroso». No tengo casa, sólo un jardín allá lejos, en aquel paraje virgen, con una cabaña; la puerta es tan pequeña que siempre me doy en la cabeza al entrar. Tal vez no se me note, pero yo aquí también soy un forastero. A pesar de que me complace tanto dar información, no se me puede preguntar nada, porque siempre indico mal el camino. Cuántas veces, después de haberme dado cuenta de que mi información era equivocada, me he escondido detrás de los arbustos huyendo de la ira de aquéllos a quienes hice extraviarse con mi explicación. Mi mujer me ha abandonado porque, según ella, miro de una manera extraña. Mi hija ha emigrado; mi hijo está en la legión extranjera. Soy un indígena, y soy terriblemente intranquilo. No aguanto estar en casa y voy vagando por ahí, sin rumbo fijo, y en todas partes estoy mal; por eso vuelvo a casa arrastrándome, y al volver siempre me equivoco de desviación. Los demás me llaman «el Atlas errante». Todo eso se debe a que, cuando apenas era un niño, me metieron en un centro penitenciario para jóvenes, allí, detrás de las montañas, no, allí, ¿o era allí?, durante cinco años, dos meses y tres días, por parricidio. Maté a mi padre partiéndole el cráneo con un hacha mientras dormía. Todavía, cuando me entero por el periódico de algún suceso parecido, en mi pensamiento vuelvo a levantar el brazo con el hacha en la mano y digo: «¡eso es!» Cuando salí de la cárcel y volví a casa ya no tenía párpados en los ojos, y no me han vuelto a crecer hasta hoy. Mirad. Para ocultarlo, cada vez que me topo con alguien, vuelvo la cabeza y miro hacia otro lado. Por eso me llaman también «el hombre que mira cómo pasan los trenes», o «el terror de los niños». Sólo cuando veo forasteros, los párpados, tan blandos y pesados, vuelven a cubrir a veces estos irritados ojos. Cuando os vi desde lejos tuve miedo de que fuerais indígenas, y ya quería dar media vuelta, como si se tratara de perros que reposan en el camino. Pero luego reconocí en vosotros, ¿cómo diría?, un grupito de forasteros decentes. Y ¿en qué noté que erais forasteros? En que vuestras voces eran regulares. Aquí los indígenas, o hablan a voces, o cuchichean. ¿Cuándo llegó a este lugar ese cuchicheo? ¡Gracias a Dios!, forasteros, pensé. Encontrarme con vosotros, ¡cuántas veces esto me ha hecho entrar en razón! Se acabó el vagar por ahí; se acabaron los golpes en la frente al chocar con el marco de la puerta; se acabó el señalar hacia un Norte que en realidad es el Sur. Horizonte de los ojos bondadosos, de los ojos bien abiertos por las ganas de caminar que tenéis vosotros, los forasteros. Aunque ellos no me miren: una hilera de colores que hablan. Con ese lenguaje tengo suficiente — ya no necesito hablar más, ni con los animales ni con las plantas. Mi mujer, si me viera ahora, se acordaría de que una vez me amó. Vosotros, los forasteros, me sois familiares; os conozco a todos. Se dirige al VIEJO: Tú eres ése del que se cuenta una y otra vez que había muerto y que, de repente, aparece y busca un ternero que se ha extraviado. A la VIEJA: Tú eres la que le compra un helado a su nieto y, de paso, te tomas tú misma una copa entera. A EL QUE MIRA DESDE EL MURO: Tú eres uno que tiene tanta prisa por comunicar a los demás su entusiasmo por las cosas, que con anterioridad ha estado expresando ese entusiasmo en silencio, una y otra vez, de manera que luego ya no encuentra el momento adecuado para manifestárselo a los demás. Al AGUAFIESTAS: Tú eres uno que, siempre que puede, les dice a los demás a la cara todo lo malo que piensa de ellos, y en su ausencia hace todo lo posible para fingir que los aprecia mucho. Al ACTOR: Tú eres ése que siempre ha querido hacerse invisible, como por arte de magia, y el que, al mirar a los demás, enseguida los convierte, o bien en amigos o bien en enemigos. A la ACTRIZ: Tú eres ésa de la que no debo decir nada, salvo que tal vez no seas de las que, sólo con la entonación de su voz, o las manos en las caderas, delatan su profesión. Se inclina hacia PARSIFAL: Él es el único del que no puedo decir nada. O sí: del remolino de pelo que tiene en la coronilla. Mi hijo, el que está en la legión extranjera, ya no tiene un remolino como ése; el peluquero del cuartel se lo recortó. Y los peluqueros indígenas también tienen el afán de alisar y tapar esas muestras de rebeldía. Sólo en ocasiones, cuando por ejemplo pasa un autobús escolar, sobre todo al entrar en el puente, cuando en todo el autobús los remolinos de pelo se levantan de repente a un tiempo, en esos momentos aún veo iluminarse esos oscuros corazones del mundo. Un nuevo conocimiento del hombre debería comenzar con esos remolinos de pelo. Peluqueros, ¿qué habéis hecho con nuestros remolinos de pelo, las últimas plumas de indio que nos quedaban, esos casquetes de judío que tenemos desde que nacimos? Quita a PARSIFAL la cadena con la que estaba atado; le ayuda a ponerse de pie y lo conduce al fondo de la escena, a una parte que está inclinada hacia arriba, como formando una rampa, detrás de la cual no hay nada. Allí empieza a dar patadas en el suelo: se oye un bramido de metal, como de un puente basculante, al tiempo que la rampa se balancea. Se ve claramente que PARSIFAL, ahora solo allí arriba, con el movimiento del suelo se está columpiando de un lado para otro. El INDÍGENA, que permanece cerca de él, indica a los demás con un gesto que guarden silencio: se oye un zumbido grave y un tintineo como de raíles por los que se acerca un tren. Sin que se vea, el tren pasa con gran estruendo, y una vez que ha pasado aparecen volando por el escenario trozos de papel y de periódico, mientras que aún se sigue oyendo el tintineo sonoro. Como esperando que suceda algo más, PARSIFAL sube y baja por el puente basculante dando fuertes patadas, mientras mira a su alrededor como buscando al indígena para que le dé una explicación.
No hay comentarios